Crónicas Mágicas :elías y el Legado del Fundador

Capítulo 1: El Chico que Escuchaba a las Cosas Viejas

La camanchaca se había tragado Valparaíso de nuevo, y a Elías, de once años, le parecía que la ciudad entera contenía la respiración bajo su manto blanco. El ascenso por el Cerro Alegre, una rutina diaria al volver del colegio, se transformaba en una expedición a través de un fantasma. La niebla húmeda y salada se pegaba a su uniforme escolar, haciendo que el gris de la tela se sintiera aún más lúgubre, y amortiguaba los sonidos del puerto hasta convertirlos en un murmullo lejano. A lo lejos, la sirena de un barco invisible era un lamento quejumbroso, la única voz que se atrevía a desafiar el silencio.

Subía despacio, con la mochila pesándole más por la jornada que por los libros. Cada escalón de la escalera infinita que usaba como atajo era un viejo conocido. Conocía el graffitti de un pez con tres ojos que lo observaba desde una pandereta, con una expresión de perpetua sorpresa. Conocía la maceta rota de la que crecía una enredadera obstinada, aferrándose a la vida en una grieta del cemento. Conocía el ritmo de su propia respiración, que se volvía un poco más agitada justo en el descanso donde la baranda de metal, helada y húmeda, parecía morder la palma de su mano.

El día en el colegio había sido difícil. No por una prueba o una pelea, sino por el escritorio. Era uno de los antiguos, de madera oscura y pesada, con las iniciales de generaciones de alumnos grabadas a punta de compás en su superficie. Durante la clase de historia, mientras la profesora hablaba de los padres de la patria, Elías había apoyado la frente en la madera fría y el "zumbido" había comenzado.

Su abuela lo llamaba "su sensibilidad". El doctor, un hombre paciente con lentes gruesos, lo había diagnosticado como "vértigo posicional con un componente de imaginación hiperactiva", una etiqueta elegante que no significaba nada. Sus compañeros de curso, en los raros momentos en que se fijaban en él, simplemente lo llamaban "raro". Para Elías, era una corriente subterránea que fluía bajo su vida, una estática que solo él podía oír.

Aquel escritorio le había susurrado. No con palabras, sino con sensaciones. Un destello de frustración por una ecuación matemática imposible, el olor a tinta derramada, la punzada de aburrimiento de un niño que miraba por la ventana hace cincuenta años, soñando con estar en la calle pateando una pelota. Elías se había desconectado de la clase, perdido en el eco de otro tiempo, hasta que la voz de la profesora lo había traído de vuelta con un sobresalto. "¿Señor Rojas? ¿Le parece interesante lo que hay en su pupitre?". Las risas de sus compañeros habían sido como pequeños alfileres.

Ahora, subiendo el cerro, solo quería llegar a casa y encerrarse en su pieza, el único lugar donde casi todo era nuevo, sin historias que lo asaltaran. Pero la ruta estaba llena de trampas. Pasó junto a un grupo de niños mayores que jugaban a la pelota en un pequeño claro de cemento. Por un instante, se detuvo, anhelando unirse. Pero el miedo lo paralizó. El esfuerzo, la emoción, los gritos… todo eso podía despertar el zumbido, hacerlo tropezar, y entonces sería "el raro que se mareó". Siguió su camino.

Fue entonces cuando lo vio. En una pequeña plazoleta que servía de mirador para los turistas que ya se habían rendido a la niebla, un hombre había improvisado un puesto de cachureos sobre una manta raída en el suelo. Lámparas de barco abolladas, postales amarillentas, muñecas de porcelana con ojos vacíos, botellas de vidrio con formas extrañas. Un cementerio de objetos olvidados. El zumbido en sus manos, latente desde el incidente del escritorio, se intensificó como una advertencia.

"Pase, pase, joven caballero. No se cobra por mirar las reliquias del pasado", dijo el vendedor, un hombre mayor con un gorro de lana y una sonrisa a la que le faltaban varios dientes. "Cada cachivache aquí tiene más cuentos que un libro".

Elías sabía que el hombre mentía, que inventaría historias para hacer una venta. Pero también sabía, con una certeza que lo asustaba, que los objetos tenían sus propias historias, las verdaderas. Se acercó con cautela, manteniendo las manos en los bolsillos de su pantalón.

Sus ojos recorrieron la manta. Una vieja plancha de carbón. Fría. Silenciosa. Un juego de tazas de té con el borde dorado. Un leve eco de conversaciones educadas y el tintineo de cucharillas, nada más. Luego, sus ojos se fijaron en un objeto en particular. No era el más grande ni el más brillante. Era una brújula de bolsillo, de esas antiguas, con la cubierta de latón gastada y verdosa por el salitre. El vidrio estaba tan rayado que apenas se distinguían los puntos cardinales, pero la aguja, milagrosamente, seguía apuntando firmemente hacia el norte magnético, como si fuera la única cosa en el mundo que todavía sabía con certeza dónde estaba.

El zumbido en su mano derecha se volvió insistente, un hormigueo que le recorrió el brazo. Era una atracción magnética, una sed que no podía explicar.

"Ah, esa preciosura", dijo el vendedor, notando su interés. "Perteneció a un capitán inglés que le dio la vuelta al mundo tres veces. Se dice que nunca perdió el rumbo, ni en la peor de las tormentas del Cabo de Hornos".

Elías apenas escuchaba. La historia del vendedor era un ruido de fondo. La verdadera historia lo estaba llamando. Su mano salió del bolsillo. Sabía que no debía. Sabía lo que vendría después: el mareo, la confusión, el dolor de cabeza. Pero la curiosidad, esa comezón insoportable en el fondo de su mente, era más fuerte que el miedo.

Con la punta del dedo índice, rozó el borde metálico y frío de la brújula.

El mundo no se inclinó. Se partió en dos.

El zumbido explotó en el estruendo silencioso de una ola rompiendo dentro de su cráneo. El suelo de adoquines desapareció, reemplazado por el violento balanceo de una cubierta de barco azotada por la tormenta. El aire salado de Valparaíso fue sustituido por ráfagas de viento helado que aullaban y traían consigo el sabor de la sal y el pánico. El olor a brea caliente y a madera empapada era tan real que le picaba en la nariz.




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