Crónicas Mágicas :elías y el Legado del Fundador

Capítulo 2: La Carta que Vibraba

La cena fue un asunto silencioso. La abuela de Elías, Inés, se movía por la pequeña y cálida cocina con la eficiencia de quien ha preparado la misma comida miles de veces. Sirvió un plato humeante de cazuela, el aroma del cilantro y la carne llenando el aire. Era el plato favorito de Elías, su comida de consuelo, pero esa noche el caldo le parecía insípido y las papas, pastosas en su boca.

—¿Estás seguro de que estás bien, mi niño? —preguntó Inés, sentándose frente a él. Sus ojos, rodeados de un mapa de arrugas amables, lo examinaban con una intensidad que lo hacía sentir transparente—. Casi no has tocado la comida.

—Solo estoy cansado, abuela —mintió Elías, empujando un trozo de zapallo con la cuchara.

—Fue la subida. Y ese aire tan pesado —decretó ella, como si al nombrar al enemigo pudiera vencerlo—. Mañana te haré un té de boldo, eso te asentará el estómago y la cabeza. El doctor dijo que el descanso es lo más importante.

Elías asintió, dejando que la mentira flotara entre ellos. Odiaba preocuparla. Odiaba la forma en que su "sensibilidad" se había convertido en el centro de sus vidas, un miembro frágil y enfermo de la familia al que todos debían cuidar. Después de ayudar a lavar los platos, se refugió en la seguridad de su habitación.

Se sentó en su escritorio, un mueble moderno de madera clara que su abuela le había comprado para su cumpleaños, insistiendo en que fuera "nuevo de paquete, sin historias de nadie". El único eco que tenía era el de su propia frustración. La tarea de matemáticas lo miraba desde la página del cuaderno: una serie de problemas de división con decimales que parecían burlarse de él. Intentó concentrarse, pero su mente era un mar revuelto. El recuerdo de la brújula no lo abandonaba. La sensación de la madera del barco bajo sus pies, el aullido del viento, la punzada de añoranza… todo estaba allí, justo bajo la superficie, como un moretón en el alma.

El lápiz se sentía pesado en su mano. Releyó el primer problema por quinta vez, los números danzando frente a sus ojos. Una oleada de impotencia lo recorrió, tan intensa y ajena como la del capitán en la tormenta. Se sentía atrapado, no solo por la tarea, sino por su propia cabeza, por los ecos que no podía controlar. Apretó el lápiz con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos.

¡Basta!, pensó, un grito silencioso en su mente. ¡Solo quiero ser normal!

Y entonces, el mundo se detuvo.

El primer indicio fue el silencio. El suave y familiar tictac del viejo reloj de péndulo de su abuela, que colgaba en el pasillo y cuyo sonido lo había arrullado desde que era un bebé, cesó abruptamente. Elías levantó la cabeza. El silencio era total, profundo, como si la casa entera estuviera bajo el agua. Miró el pequeño reloj digital en su velador. Los números rojos estaban congelados: 20:47.

Un segundo después, el tictac del reloj del pasillo volvió a sonar, pero de forma extraña, antinatural. Tac-tic. Tac-tic. Iba hacia atrás. Confundido, Elías volvió a mirar su reloj digital. Los números parpadearon y cambiaron. 20:46. Luego, 20:45. Su corazón empezó a latir con fuerza, un tambor desbocado en el pecho silencioso. Se levantó y corrió hacia el pasillo. El largo péndulo de bronce del reloj de su abuela se balanceaba de derecha a izquierda, en un ritmo inverso e imposible.

El pánico se apoderó de él. Esto era nuevo. Esto no era un mareo ni una visión. Esto era diferente. Era como si hubiera roto algo. Como si su frustración hubiera agrietado el tiempo mismo.

Justo cuando pensaba que iba a gritar, todo volvió a la normalidad. El tictac recuperó su cadencia familiar. El reloj digital de su cuarto volvió a marcar las 20:47. Pero Elías sabía lo que había visto. No había sido su imaginación.

—¿Elías? ¿Qué pasa, hijo? ¿Por qué corres? —la voz de su abuela llegó desde la sala.

—Por nada, abuela. Creí… creí oír algo.

Volvió a su habitación, temblando, y fue entonces cuando la vio.

Sobre el suelo de madera, justo en el centro del cuarto donde no había estado un momento antes, había una carta.

No era un sobre normal. Estaba hecho de un pergamino grueso y pesado, de un color crema que parecía brillar con una luz propia muy tenue. No tenía estampilla ni dirección, solo su nombre, escrito en una caligrafía elegante con una tinta de color esmeralda que parecía moverse, casi como si estuviera líquida. Elías Rojas.

Una ráfaga de viento helado recorrió la habitación, haciendo que las cortinas se agitaran, a pesar de que la ventana estaba cerrada a cal y canto.

—¿Qué es eso? —dijo su abuela, apareciendo en el umbral. Se detuvo en seco al ver la carta—. ¿De dónde salió? La ventana está cerrada.

Elías no respondió. Se arrodilló lentamente, con el corazón en la garganta. Extendió una mano temblorosa y, al rozar el pergamino con la punta de los dedos, sintió una vibración inconfundible. No era un eco del pasado, no era la historia de alguien. La carta misma zumbaba con una energía extraña, cálida y expectante. Era como tocar a un ser vivo.

Justo cuando sus dedos se cerraban sobre ella, sonó el timbre.

El sonido, normalmente tan familiar, los hizo saltar a ambos. Se miraron, los ojos de su abuela llenos de confusión y una creciente alarma. Nadie los visitaba a esa hora.

—No abras —susurró Elías, aunque no sabía por qué.

Pero su abuela ya se dirigía a la puerta, poniéndose su máscara de protectora. Elías la siguió, con la carta imposible todavía en la mano.

En el umbral había una mujer. Era alta, de postura erguida, y vestía un abrigo largo de un color azul tan oscuro que parecía casi negro. Su cabello plateado estaba recogido en un moño severo, pero sus ojos, detrás de unos lentes de montura fina, eran curiosamente amables. Parecía fuera de lugar y, al mismo tiempo, como si perteneciera exactamente a ese preciso instante.

—Buenas noches —dijo la mujer. Su voz era calma y melodiosa—. Lamento la hora. Busco a Elías Rojas. Mi nombre es Eleonora Valdivia.




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