Crónicas post-apocalípticas

Cazador de hombres (segunda parte)

Esta es una típica misión de reconocimiento y cacería en solitario, me gusta pasear a lo largo de algunos kilómetros, para luego volver sobre el lomo de mi caballo con algunos kilos de carne para secar y para mi consumo personal. No me gusta compartir con otros lo que cazo. Cada cual debe tener su modo de hacerse de recursos y con esa mentalidad los he educado a todos en el campamento.

 

Esta es la primera vez en muchos años que no he encontrado ni una sola presa en mi zona habitual de cacería. Los mutantes se han marchado lentamente. Y no he encontrado a otros seres humanos en un par de años a la fecha. Mi viaje durará un poco más, no puedo regresar con las manos vacías. Mis niños, muchos ya hombres con familia e hijos propios, saben que deberán buscarme si tardo más de lo normal, así que es posible que los halle justo a mi regreso, o que me alcancen… no lo sé. Planeo irme hasta encontrar algo.

 

Las ruinas de Apache Junction son sólo eso, ruinas, las ciudades cercanas han desaparecido, algunas por efecto de enormes tormentas y remolinos gigantescos que los arrancaron de raíz. Y las pocas construcciones no se hallan en lo que diríamos “de pié”. Son cascajos vacíos, buenos lugares de caza cuando había gente que pensaba que estar cerca de una ciudad les garantizaba sobrevivir. Pero aún los mutantes se fueron, el desierto se ha ido llenando con plantas muy abundantes, y veo un muro a cierta distancia, un lugar donde hubo, lo que parecería una explosión enorme. En sus contornos crecen una especie de cristales, orgánicos e inorgánicos a la vez… no sé definirlos. Pero su contenido acuoso es visible, se ha llenado de plantas y de vida abundante. Es un buen lugar para acampar.

 

Tres días de viaje, a caballo, disfrutando de la vista, paseando simplemente, mirando el paisaje y sorbiendo agua dulce de una fruta de las que aparecieron tras los tornados de fuego. Ni idea de como se llamen estas cosas, no nos hemos molestado en darles un nombre. Descanzando entre plantas en las que colgaba una tienda de campaña, y visitando restos de fogatas de años anteriores. En cada uno hay un discreto montón de tierra, donde se hallan los restos de mis presas, huesos y pieles. Craneos descarnados que se han vuelto trofeos de gran valor para un servidor. Una colección privada que visito cada seis meses. No puedo visitarlos todos, pero me doy mis mañas para tener una ruta que me permita visitar al menos tres salas de trofeos.

 

Esta es mi excursión más grande en 20 años. He visitado mi sala de trofeos más remota, una que no había visitado en al menos tres lustros. En Piestewa Peak Park, mi lugar favorito de los antiguos Estados Unidos, ni idea de si alguna vez sabré si sigue siendo o existiendo el país como tal. Me gusta este lugar, se llama así en honor de Lori Ann Piestewa, la primera mujer nativa americana en morir en combate en el ejército de los EE. UU., y la primera mujer soldado caída en acción durante la Guerra de Irak de 2003. Yo la admiraba cuando era niño.

 

En este lugar, aprovechando la tranquilidad del mismo, realicé varias cacerías y, con los años, tuve un montículo de trofeos inmenso, con al menos 70 víctimas, todos ellos senderistas y turistas. Hombres y mujeres, que al igual que yo, se encontraban en plenitud de salud y fuerza, maravillosas presas que dieron la suficiente pelea para ser considerado enteramente deportivo, incluso hubo uno de ellos, un joven cuya identificación coloqué, a manera de homenaje, en un árbol. Para que su cuerpo fuera encontrado fácilmente, merecía un lugar de honor… lástima que su cuerpo nunca fue encontrado.

 

No sólo supo evadirme por casi un día entero, me puso una trampa, y por poco caigo en ella. Lo acosé hasta que, por la noche, me ví forzado a pelear mano a mano. La mejor peléa de mi vida, emocionante, desafiante, con un auténtico intercambio de golpes que llegó incluso a lastimarme. Nunca, ninguna presa me había lastimado. ¡Jamás!. Y mi orgullo al vencerlo superó mis expectativas. Saboreé mi victoria. Recuerdo que, en ese entonces, tuve a mi alcance la oportunidad de entrar al negocio del comercio de esclavos, por mis contactos en el mercado negro y con el narcotráfico. Tras mi experiencia de combate, en el que pude haber sido vencido por mi presa, me fascinaron las artes marciales, y abrí mi negocio para entrenar mercenarios.

 

De inicio, fueron soldados adultos los reclutados, pero tras conocer las prácticas de reclutamiento en países africanos, en los que se secuestraba a cientos de niños de golpe, acabando de paso con todos los habitantes de la aldea. Me pareció mejor reclutarlos y entrenarlos desde más jóvenes para asegurar la mejor calidad en mi mercancía.

 

Con sólo dos años en ese negocio, pude empezar a entrenar niños soldados en condiciones mucho mejores que los soldados improvisados que se fabrican en otros lugares del amplio mundo. Me gustaba pensar que entrenaba mejores soldados que en otros lugares, al menos, con un trato mucho más humano. No secuestraba niños, no mataba a sus familias, los reclutaba o los compraba. Muchos de mis primeros niños los encontré en las calles de Colombia, México, estados unidos, niños sicarios ya entrenados en muchos lugares donde mis contactos del narcotráfico gobernaban, y que adquiría por sumas de broma, y que, con sólo seis meses de entrenamiento y disciplina, podían ser alquilados en cualquier lugar del mundo.




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