Crónicas post-apocalípticas

Fabricante de sueños

Durante años estuve dentro de la industria fílmica, mis libretos eran firmados por los más afamados autores para darle impulso a la creación de películas, y aunque mi nombre no se conozca, mientras mis escritos sean llevados a la pantalla, poco importa eso, aunque no niego el impulso económico, el dinero nunca me ha hecho falta.

 

Estaba listo para la gran última super producción, la mejor película de todas las que había hecho, una teoría loca y conspirativa sobre las últimas pandemias del siglo pasado.

 

Imaginaba las escenas con mis actores preferidos, algunos ya convencidos de ser mis coautores y ayudarme a impulsar publicitariamente mi última película. La idea sería que las pandemias eran un producto controlado, un plan macabro para llevar a cabo una meta inhumana de exterminación. Una de las mejores ideas para los amantes de las teorías conspirativas de siempre.

 

En esta historia. La vacuna que salvaría al mundo, sería solo una falsa promesa, una cura barata para la menor de sus preocupaciones, una mutación de las enfermedades (algunas reales, y otras inventadas). El efecto más impactante de mi película sería la verdadera “cura”… un baño de luz radioactiva, una luz azul intensa que se mandaría desde un satélite para “limpiar y desinfectar” una enorme área. Ese efecto saldría muy caro.

 

La idea es, que aún esta “cura” era la mejor de las armas de la élite para exterminar a los indeseables y no necesarios sobre pobladores del mundo. La chusma. Porque ese baño de radiación, si bien eliminaba los virus y bacterias por la misma radiación, también destruía las defensas del cuerpo humano, y lo esterilizaban por completo. La gente, ignorante de esto, buscaría “ser bañado con la luz de la esperanza”, sin saber que sus vidas serían reducidas a escasas horas… y si sobrevivían, morirían por cualquier enfermedad posible, y si aún así, sobrevivían, no tendrían modo de reproducirse y simplemente serían inútiles.

 

Mientras estaba planeando nuestro gran final en la pantalla grande. El mundo realmente se acabó.

 

Y lo hizo de la manera menos imaginable, de forma rápida, precisa, inhumana y letal. Un desastre a gran escala digno de un filme de corte Bíblico, una pesadilla de fuego cayendo del cielo mientras Elías levanta sus brazos al cielo y su sacrificio es quemado por una lengua de fuego que limpia el suelo, el sacrificio y el agua que lo inunda por todos lados tras mojarlo tres veces… Simplemente todo se quemó. Son esos tres bautismos los que más me asombran, como expresa la Biblia en ese punto las tres etapas históricas de la humanidad antes de que Dios consuma todo… La ley, la gracia, el juicio… los tres tiempos de Dios sobre la Tierra. Pero no me dejen hablar mucho del tema.

 

Por meses, los pocos sobrevivientes que encontré en el camino (sí, empecé mi propio éxodo por necesidad, ignoraba que no era necesario cambiar de domicilio, la naturaleza pondría todo en su lugar muy pronto), fuimos formando grupos con la intención de sobrevivir, pero a diferencia de los lugares donde las plantas linterna crecen con abundancia, en nuestro pequeño rincón del mundo no había mucho para alimentarse, y estas plantas crecían, aunque no tanto como en los últimos lugares donde pude estar, antes de asentarme aquí.

 

Aún quiero ver mi historia hacerse realidad. Aún soy un soñador que llegó a ver sus más grandes fantasías hechas realidad en la pantalla de un cine. Aún llevo conmigo mi libreto original “La Mentira Fina#” (incluso conserva un error ortográfico absurdo en el título), mi sueño de un efecto de luz bajando de un satélite militar, la gente corriendo a bañarse en esa luz azul que los mataría con una sonrisa llena de feliz e idiota esperanza, con sus niños en brazos y sus alabanzas al cielo respondidas con un juicio dictado por los iluminatti, o por un nuevo apartheid, o por los nazis, o por cualquier basura que imagine el espectador, porque, en secreto, nunca terminé la escena final, nunca le di un rostro al mal, simplemente le puse por nombre “Hombre”, pero nunca le obsequié un apellido.

 

He llegado a un valle, un lugar de felicidad si me lo preguntan, hallé una casa abandonada, entera, con techo, con un lago natural poco profundo y hermoso a pocos pasos del porche trasero, lleno de plantas linterna que son tan deliciosas como su nombre, y tan saludables como sólo ellas pueden serlo. Estoy solo, me gusta estar solo, imaginando por años ya, como sería poder cobrar los dividendos de todas mis películas, y los premios que la Academia me quedó a deber por “La Mentira Final”. Me deben al menos un Oscar.

 

Hacia pocas décadas de la última gran pandemia, aún era tema recurrente de películas cada vez más mediocres sobre el tema, pero ya no era rentable una más con tema de conspiración, después de todo, la crisis se sorteó, de un modo u otro. Pero mi versión era de un destino alternativo… peleó con un imaginario director de la WB que me detestaba, revivo a veces esa discusión, tal vez por la vejez. Pero no me muevo, y uso de cada influencia posible para pasar por encima de ese insignificante hombrecito de cuello blanco y aliento a mierda. (eso no es inventado, el pobre vivía abrumado por ese defecto y su halitosis consuetudinaria e inevitable).

 




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