CrÓnicas, SueÑos Y Otras Mentiras De La Realidad

TÍO EMILIO (II)

Aunque lo intenté varias veces,  me rondaba la sensación que sabría cuál iba a ser el momento justo en que debería retomar la historia inconclusa de cuando Tío Emilio me revoleó el bastón. Y que sería el sueño el que me lo indicara.

Pocos deben recordar entre mis compañeros de primaria la rifa que organizamos en quinto o sexto grado, para costear un viaje o algo así.

Que yo, casi cincuenta años después, lo siga teniendo presente, se debe no sólo a haber sido su principal factótum, sino a que constituyó el  motivo por el cual Tío Emilio me revoleara el bastón.

Todo empezó cuando un hábil vendedor callejero golpeó la puerta de Avellaneda 126, y logró convencer a mi tía Lola que necesitaba una batería de cocina nueva, a adquirir en cómodas cuotas mensuales.

Justo en esa casa, donde cada día de sus existencias mis tíos comían un único menú, elaborado de la misma forma y en los mismos utensillos: Tío Felipe, fideos nadando en aceite; Tío Ramón, bife de lomo con puré; Tío Emilio, sopa de verduras (ocasionalmente carne, pero cortada  como si fuese picadillo, porque no tenía dentadura). Cualquier alteración de ese ritual hubiese sonado a sacrilegio. De modo que ollas, sartenes, cacerolas, jarros y otros enseres de flamante acero inoxidable, terminaron confinados al aparador del pasillo, donde se guardaban los objetos que no se usaban, mientras que en el de la cocina resistían triunfales los viejos cacharros de toda la vida.

Mi tía Lola se lamentaba dos por tres del error cometido -que mi tío Emilio no dejaba de machacarle, aún cuando el pagador de las cuotas era Tío Ramón- y esbozaba vagamente la idea de vender algún día la batería arrumbada.

También debería aclarar -antes de entrar de lleno en la anécdota de la rifa y el amago de bastonazo- que yo tenía otra tía: Lucía. La única de los hermanos que no vivía en la casa natal. En los anales ocultos de la historia de la familia se consigna que fue exonerada de la misma por mi abuelo, al enterarse que había quedado embarazada de soltera. No obstante haberse casado con el padre de la criatura,  y mudado muy cerca de Avellaneda 126, apenas dando vuelta la esquina y cruzando, el anatema lanzado por don Coradino Meo, perduró por todo el término de su existencia (la de mi abuelo, digo). El marido de mi tía, que reparó honrosamente el desliz, se llamaba Homero y portaba apellido de origen francés. Tan grandote como buenazo, su oficio era el de imprentero, y tenía instalado el local, con esas máquinas de enormes rodillos y palancas, delante del caserón que habitaba con mi tía y mis primas.

Anoche, me visitó Tía Lucía y me encargó la misión de averiguar en qué condiciones se hallaba ése, su domicilio de antaño, en la calle Gral. Paz, entre Andrade y Avellaneda, de la ciudad de Zárate.

Mientras buscaba la dirección (se había corrido hacia la esquina de Andrade, cuando antes estaba casi llegando a Avellaneda), caí en la cuenta que una llave guardada durante años en mi llavero, sin saber qué puerta abriría, y que más de una vez estuve a punto de tirar, correspondía precisamente a esa casa.

No tuve oportunidad de usarla.

La casona se encontraba abierta y en la vereda se exhibían viejos muebles, como si los hubiesen puesto a  la venta. Entré.

Por donde uno mirara había sillones desvencijados, pero alguna silla de noble carpintería aún aparentaba buen estado. Pensé que todo aquello era de patrimonio familiar y que ahora estaba siendo usurpado, junto con la finca.

No resultó tan así.

En uno de los cuartos que daban al patio se agrupaban personas en torno a objetos de colección de todo tipo, que inmediatamente atrajeron mi atención.

Pregunté si el evento era privado o público, si las cosas estaban a la venta o sólo en exhibición. Me invitaron muy amablemente a pasar, y me advirtieron que allí no pagaría ni de más ni de menos, sólo lo justo.

Elucubré que mi faz de coleccionista me permitiría averiguar sin despertar sospechas en qué manos recaía actualmente la propiedad. Pero cuando me preguntaron el interés por el cual estaba allí, confesé  de inmediato -resulta insólito, sí- que se trataba de la casa.

Mi interlocutor se alteró por la respuesta. Me acusó de fingirme coleccionista para indagarlos bajo ese disfraz, y estuvo a punto de agarrarme de la solapa.

Le expliqué que era un coleccionista auténtico, que además quería saber quiénes eran los actuales moradores.

Se presenta entonces una señora de buen aspecto, educada, que me lleva tomándome del brazo al patio y me empieza a narrar la odisea sufrida en su carácter de vendedora de antigüedades. Su negocio venía de mal en peor, y estaban a punto de desalojarla del local que alquilaba, cuando un cadete a su servicio, de apellido -o apodo- Capión, le comenta de esa casa, que parecía abandonada.

Me menciona el nombre del cadete en el preciso y coincidente instante en que yo calculaba si habría o no iniciado una acción de usucapión sobre la finca.

También en simultáneo advierto varias pilas de viejas revistas de historietas en el piso, que me hacen dudar entre cumplir el mandato de mi tía o ceder a la tentación del coleccionista. Empezaba a ver con buenos ojos a esa gente.

Para colmo, del otro extremo del patio, un hombre alto, canoso, fornido, de aspecto bonachón, más o menos de mi edad, opina en ese momento: “Mi abuelo estaría orgulloso del destino que se le ha dado a su casa”.



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En el texto hay: humor, crtica social, onírico

Editado: 27.05.2021

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