CrÓnicas, SueÑos Y Otras Mentiras De La Realidad

FANTASMA

(para Moni, mi amor, con quien a veces miramos televisión)
 

Soy lo que usted llamaría un fantasma. Claro que hay diferencias entre lo que soy y lo que  usted debe creer que es  un fantasma. Empecemos por la similitud: usted no me ve. Sólo escucha mi voz resonando en su cabeza. Sin embargo, yo sí me veo. Le aclaro… no llevo un sudario. Tampoco luzco melena desgreñada, ni uñas crecidas, ni rostro cadavérico. Ni cuelgan partes de mis carnes desprendidas, lo que me asemejaría más a un resucitado. Nada de eso. Conservo  más o menos el mismo aspecto de poco antes de morir, quizá algo más pálido. Apenas. Ningún deterioro evidente. Mi muerte no fue traumática, producto de una larga agonía o un accidente fatal. Se paró mi corazón una noche, ya hace largo tiempo, mientras dormía. Un final benigno, que agradezco. Al otro día me levanté, como todos los días, para venir a trabajar. Cuando voy a saludar a mi madre, la encuentro llorando. Le pregunté qué le ocurría y me ignoró. Fue a abrazarse con una vecina, mientras repetía “se me fue, mi hijito se me fue”.  Tardé un rato en entender que se refería a mí, a pesar que no había otra posibilidad, ya que soy hijo único.

Preferí  no asistir a mi velatorio. En ocasiones me arrepiento de no haberlo hecho. Aunque creo que estuvo bien. Ni habrá ido demasiada gente, ni se me debe haber llorado tanto. Salvo mi madre, pobre. Conservó la tristeza durante años. Me quedaba con frecuencia a su lado, acompañándola sin que lo supiese. Solía hablar conmigo. No conmigo, como fantasma. Conmigo en su imaginación, quiero decir.

A veces me reprochaba que la hubiese dejado sola. Otras me preguntaba si estaba bien la temperatura del mate, o si quería que cambiase la yerba. Preparaba el almuerzo para ella y lo servía en dos platos. Al acabar el suyo, me preguntaba si no tenía más apetito. Entonces, tomaba el mío, y comía la otra porción, suspirando.

La muerte de nuestro pajarito fue el golpe que terminó por derrumbarla. Después de dos mañanas sin que la despertasen sus trinos, decidió quedarse en la cama para siempre.

Debo confesar que al principio me alegró su muerte. Pensé que nos íbamos a reencontrar como espectros. No fue así.

Me costó aceptar que los fantasmas anduviésemos cada uno por su lado, sin que se nos permitiera comunicarnos. La religión propone que corremos distintas suertes, luego de morir. Que unos quedamos en eso que se conoce como limbo, una especie de tierra de nadie, y otros marchan a su destino definitivo,  sea lo que llaman cielo o infierno. Opinaba que no debía ser así, porque en estas  décadas jamás me había cruzado con otro de mi misma condición. Hasta ahora…

La casa familiar fue a parar a manos de una prima ya mayor. La alquilaba por temporadas. Resultaba molesto convivir (sé que no suena adecuado el término, pero es la forma en que lo sentía) con desconocidos. Después del fallecimiento de mi prima, quedó deshabitada. Supongo que ella nunca hizo los trámites legales para adquirir la titularidad, y ahora es de nadie, porque ni siquiera dejó descendencia. Un día, supongo, vendrá una topadora y la tirará abajo. O se derrumbará sola. Al menos, por el momento, a nadie se le ocurrió ocuparla. Aunque suelo ver algún objeto cambiado de lugar. Cada tanto vuelvo a pasar la noche en esas ruinas. Por nostalgia, y para vigilar además. Hay humedad, vidrios de  ventanas que  se rompieron, pululan las alimañas. Por suerte nada de eso afecta a un fantasma.  Al menos no físicamente, sí en lo anímico. Esa es la razón de que vuelva poco, y la mayoría de las noches las pase en esta oficina.

Cuando duermo en mi casa, repito la rutina que hacía en vida. Me levanto, me aseo, me preparo un desayuno que no tomo, ya que si lo hiciese se derramaría en el piso. Actos inútiles, claro. Vengo caminando al trabajo -ya no me urge el horario- y abro con mi llave. Eso si no hay nadie a la vista. No quisiera asustar a la gente con una puerta que se abre sola. De haber ocasionales transeúntes, espero que se alejen, o simplemente traspongo las paredes. Que ahí sí me asemejo a la idea que se tiene de los fantasmas. Hago poco uso de ese don llamado intangibilidad (no conocía la palabra, la averigüé, en mi estado uno tiene tiempo de sobra para ocuparse de cuestiones insignificantes). Prefiero actuar como un ser humano normal. No me es fácil asumirme como fantasma, a pesar del tiempo transcurrido.

En mi oficina ya estaba solo desde mucho antes de morir. Tuve un ayudante, pero se fue en busca de mejores horizontes y nunca lo reemplazaron. No lo extrañé porque era un muchacho taciturno, hablaba poco. Ahora sí me gustaría que estuviese, aunque el contacto fuese nulo. Creo que ver a alguien moverse a mi alrededor me distraería un poco de esta tristeza de fantasma.

Usted se preguntará por qué no me mezclo con la gente, entro en alguna casa, curioseo las vidas ajenas. Lo experimenté una que otra vez. Pero me da pudor. No está bien ser testigo de actos que los demás creen privados. A mí no me hubiese gustado que me sucediese estando vivo, y creo que a usted le ocurriría lo mismo.

Mi única distracción es el trabajo. Un trabajo que ya no existe. A mi muerte cerraron el local. Quizá lo mantenían abierto sólo para no despedirme. Ya entraban pocas cartas, entonces.  Imagínese ahora.

Yo era el jefe de la oficina de cartas muertas del correo. Se le llamaban cartas muertas a aquéllas que no habiéndose encontrado al destinatario se intentaban devolver al remitente, y a éste tampoco  se lo hallaba en el lugar de envío.  Puede parecer extraño no ubicar ni a uno ni a otro, sin embargo sucedía con frecuencia. Razones? Las principales: a) direcciones mal puestas o ilegibles; b) movilidad de las personas. Hay gente que cambia de vivienda como de camisa. O que vive de hotel en hotel, recorriendo el mundo, y desde allí envía (enviaba) cartas y/o pretendía recibirlas. Viajaban más rápido que el correo, que siempre fue lento, hay que reconocerlo.



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En el texto hay: humor, crtica social, onírico

Editado: 27.05.2021

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