CrÓnicas, SueÑos Y Otras Mentiras De La Realidad

CALESITA

Las casonas antiguas a diferencia de los asfixiantes sucuchos en que se vive ahora, convidaban aire por los cuatro costados.

En el amplio lateral derecho de este caserón en que me hallo se desarrolla un espectáculo mezcla de feria, teatro,  circo y ritual (el ritual se camufla mejor que la liturgia, que es cotidiana, pero está presente en casi todo).

¡Pasen y vean! ¡Pasen y vean!

Tuñón, Fellini y Karadagián por única vez juntos, en una función exclusiva para el selecto público del sueño.

El que monta el elefante, vestido de maharajá, es actor de radioteatro campero, me susurran.

Y no hacen falta los oficios del  adivino –hay un adivino acá- para sospechar que los colores de las sedas que visten malabaristas y escupidores de fuego,  se desgastaron expuestos al sol de los semáforos.

No quita que esa magnificencia impostada  me genere una fascinación hipnótica. 

En cambio, el hemiciclo donde se anuncia, a una hora exacta, el sacrificio del  Inca, me produce desconfianza.  Lo de eludir la tarima como escenario central para desarrollar la acción en las gradas está bien, pero los indios son muy de pacotilla, de corso de barrio. No concuerdan con sus pares de otros números, que siendo de condición tan miserable como éstos, sostienen con dignidad las fingidas majestades.

La hora fijada con pompa y circunstancia no se cumple y me distraigo en uno de los tenderetes de alrededores donde un hábil artesano está tallando un muñeco de madera.

Tardo un momento en darme cuenta de que el muñeco es Pinocho y que el artesano está caracterizado como un viejito de barba blanca.

¡Cuántas culturas y civilizaciones y épocas en pocos metros! ¡Cuánto artilugio! ¡Evidente  y entrañable  como la nariz de Pinocho!

La distracción hace que me pierda el inicio de la ejecución.  El acuchillamiento, al son de tamboriles, del indio con más plumas, me parece grotesco. Sin embargo, una mujer sentada cerca de la escena, presa del horror, estira y repliega sus piernas de forma epiléptica con cada puñalada que le asestan al Inca.

Hay público para todo, reflexiono.

Nunca deja de asombrarme el hecho que cada espectáculo tenga su espectador. Por eso es que trato de esquivar la crítica a colegas, no se puede denostar lo que otro aplaude. Tampoco lo que es objeto unánime de repudio porque sería hacer leña del árbol caído. Y en caso de estar en desacuerdo con el juicio condenatorio, defenderlo también implicaría remar contra la corriente (para usar dos figuras que todo el mundo acepta como válidas).

Pasando el hemiciclo comienza  lo que sería la parte de atrás del caserón. Un patio embaldosado con algunos árboles -quizá el ciruelo de la casa de mis tíos entre ellos- cercados por piedras. 

No hay aquí entretenimientos de feria, sino varias mesas de chapa oxidada, redondas, de jardín, rebosantes de platos con carne, chorizos, morcillas, todo cortado en fetas, junto a canastitas de pan. No se observan comensales, sin embargo.

Me asquea un poco ese menú, hace un par de días comí asado y el asado es muy rico, pero no repetido en forma seguida. Recuerdo una gira teatral, donde veníamos de pizza y pasta, y llegados a una ciudad grande la producción nos llevó a una parrilla, lo que generó la aprobación unánime del elenco. Debimos quedarnos varios días en esa ciudad. Volvían a llevarnos una y otra vez a la misma parrilla hasta que estalló la rebelión y debieron cambiar de menú.

Así que prefiero servirme de tomar. No existe mucha posibilidad de elección en ese aspecto, sólo gaseosas de segundas marcas. Me decido por una tónica que al menos está fría.

No bien me acabo de llenar el vaso plástico, se me acerca un tipo con delantal grasiento, asemejando un mozo, que me instruye acerca de que la comida no está incluida en la entrada. Le explico que no voy a comer, sólo a beber. Insiste en que asado y bebida es un combo  por trescientos pesos. Accedo a darle cien, que agarra quejoso. Cuando se aleja, me hago un choripán para vengarme, y salgo mordisqueándolo sin ganas por el costado izquierdo de la casona, estrecho a diferencia del otro, y donde sólo lucen macetones con plantas secas.

Llego al frente y experimento una epifanía. Estoy de nuevo en el Castillo, que así llamábamos al establecimiento donde hice los últimos dos años de la secundaria, elevado frente a las barrancas de Zárate, muy por encima del nivel de la vereda. 

Y digo de nuevo no por los lejanos tiempos de mi adolescencia, sino porque hace muy poco lo recordaba en detalle, hasta llegué a buscarlo en internet  y lo hallé, prácticamente intacto, con sus dos escaleras laterales de acceso a la explanada que precede al pórtico principal, situado más arriba aún, con gradas concéntricas que conducen a él. Y en esa explanada, en la que me encuentro ahora, y en la que me encontraba hace casi cincuenta años, mirando hacia la barranca, junto a mi novia de entonces, a la que tomaba del hombro, charlando vaya a saber de qué sueños de vigilia que luego no se concretaron o sí, pero de una forma que nunca podíamos llegar a imaginar, charla que vino a interrumpir el grito ("¡Señor!") de una profesora, ubicada en lo alto, en el pórtico mismo,  acababa de salir del colegio y nos vio de espaldas, lo entendí  cuando giré hacia ella y me preguntó retóricamente si me parecía ése un comportamiento adecuado dentro de la sacrosanta institución.



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En el texto hay: humor, crtica social, onírico

Editado: 27.05.2021

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