Soy Evelyn, y estos son mis últimos minutos de vida. En este mundo en el que nací, los avances tecnológicos transformaron radicalmente la forma en que vivimos. Hace años, se introdujeron chips en la humanidad, ingeniosas piezas de tecnología diseñadas para mejorar nuestra salud y bienestar. Estos diminutos dispositivos, insertados en nuestros cuerpos, monitoreaban constantemente nuestros signos vitales, brindando información precisa sobre nuestra salud.
Pero el progreso no se detuvo ahí. Tiempo después, se desarrollaron dispositivos compatibles con esos chips. Eran como relojes elegantes y modernos, diseñados para mostrar de manera accesible y visual los datos recopilados por los implantes. Estos dispositivos nos permitían controlar nuestra salud en tiempo real, tener un mayor conocimiento de nuestro cuerpo y tomar decisiones informadas sobre nuestro bienestar.
Inicialmente, la introducción de estos dispositivos fue recibida con entusiasmo y esperanza. La humanidad estaba ansiosa por aprovechar al máximo esta nueva tecnología y llevar una vida más saludable. Pero, como suele suceder, la codicia y la desigualdad se entrelazaron con el avance científico.
Una sociedad de gente rica y poderosa emergió, capitalizando el tiempo de vida. Estos individuos, que ya tenían acceso a los recursos más exclusivos, utilizaron su influencia para controlar el mercado de los dispositivos y manipular la distribución de los chips. Se convirtieron en dueños del tiempo y comenzaron a negociar la vida misma.
Mientras ellos acumulaban años de vida y prosperidad, el resto de la humanidad se veía atrapada en una lucha constante por sobrevivir. El tiempo se convirtió en una moneda de cambio, un recurso tan valioso como el oro. Cada minuto de vida tenía un precio, y aquellos que no podían pagarlo estaban condenados a una existencia precaria y efímera.
Yo fui una de las muchas víctimas de esta despiadada sociedad. En mis últimos minutos, reflexiono sobre el mundo que hemos construido. Un mundo donde el tiempo de vida se convirtió en una mercancía, donde la desigualdad se profundizó y donde la esperanza de una vida plena y saludable fue robada por aquellos que solo buscaban su propio beneficio.
En mis últimos suspiros, alzo la voz para contar mi historia. No para lamentarme, sino para despertar la conciencia de aquellos que aún tienen el poder de cambiar las cosas. Que mi partida sea una llamada a la acción, para que la humanidad tome el control de su propio destino y recupere lo que nos han arrebatado. Que mi historia sea un recordatorio de que el tiempo, nuestro tiempo, es invaluable y no debe ser subastado al mejor postor.