El destino parecía empeñado en cruzarlas, pero no con la intensidad de antes, no con esa magia que las hacía inseparables, sino con la frialdad de dos desconocidas que apenas se reconocen.
Daniela lo sentía como una tortura disfrazada de casualidad: cada encuentro era un recordatorio de lo que ya no eran.
El primero ocurrió en el supermercado. Daniela empujaba un carrito distraída, revisando su lista de compras, cuando una voz detrás la estremeció.
—¿Dani?
Se giró y ahí estaba Lucía, con una bolsa en la mano y esa sonrisa nerviosa que ya no era complicidad, sino cortesía.
—Hola, Lu… —respondió, sintiendo que el corazón se le paraba.
Hablaron de cosas triviales: lo caro de los precios, lo pesadas que estaban las materias. Daniela quería decirle que aún la amaba, que la extrañaba, que no había pasado un solo día sin pensar en ella. Pero no lo hizo.
La conversación murió en un “bueno, me tengo que ir” y un abrazo rápido que apenas rozó sus hombros.
Esa noche, Daniela lloró hasta quedarse dormida.
El segundo cruce fue en la biblioteca. Daniela repasaba apuntes, concentrada en aparentar normalidad, cuando escuchó pasos que reconoció al instante. Lucía se sentó en una mesa cercana.
Sus miradas se cruzaron. Daniela levantó una mano en un saludo tímido.
 —Hola…
—Hola… —respondió Lucía, con un gesto breve.
Pasaron horas fingiendo estudiar, lanzándose miradas furtivas, incapaces de sostenerlas demasiado. Al final, Lucía recogió sus cosas, se acercó y dijo:
 —Que te vaya bien en el examen.
—Gracias. A vos también.
Y se fue. Daniela se quedó mirando la puerta hasta que se cerró, con un vacío más doloroso que el de la soledad.
Otro día se cruzaron en un pasillo del campus. Un saludo rápido, un “¿cómo estás?”, un “bien, ¿vos?”. Nada más. Daniela sintió que hablaban como extrañas que compartían un recuerdo, pero no una vida.
El encuentro más duro llegó en una tarde lluviosa. Coincidieron en la parada del autobús, empapadas, con el cabello pegado al rostro. El silencio era incómodo, hasta que Lucía dijo, con una sonrisa breve:
 —Parece que nunca aprendimos a llevar paraguas.
Daniela rió apenas.
 —Sí… algunas cosas nunca cambian.
Por unos segundos se quedaron bajo el mismo techo, mirando la lluvia caer. Daniela quiso tomarle la mano, como antes, pero se contuvo. El autobús llegó, y Lucía se sentó lejos, mirando por la ventana.
Esa noche, Daniela escribió en su cuaderno:
"Es peor verte así, tan cerca y tan lejos, que no verte en absoluto. Prefiero tu ausencia total a este simulacro de lo que fuimos."
Los encuentros vacíos no eran casualidad, sino crueldad. Un recordatorio constante de que el amor seguía existiendo, pero que ahora estaba atrapado en un espacio al que ninguna podía volver.
Era como ver un fantasma: presente, pero intocable.
Editado: 28.10.2025