El eco de Camila todavía estaba en su cabeza. No eran sus besos, ni su risa, ni siquiera los cafés compartidos lo que más pesaba: era esa última mirada, esa mezcla de decepción y dolor que la perseguía como un fantasma.
"¿Yo solo fui un reemplazo?"
La frase la golpeaba en los momentos menos esperados. Mientras lavaba los platos, mientras cruzaba la calle, mientras intentaba leer un libro. Como un cuchillo invisible que se deslizaba entre sus pensamientos y le recordaba lo que se había convertido: una persona capaz de herir a alguien bueno, alguien que no merecía cargar con las sombras de otra.
Daniela se sentía culpable, y al mismo tiempo, atrapada. No había hecho nada con mala intención, pero las consecuencias estaban ahí. Y lo peor era que, en el fondo, sabía que Camila tenía razón. Sí, había sido un reemplazo. Un intento desesperado de llenar un vacío imposible.
El campus estaba lleno de vida esos días de otoño. Los árboles se vestían de colores rojizos y anaranjados, las hojas caían y crujían bajo los pasos de los estudiantes que corrían de una clase a otra. Daniela caminaba entre ellos como un fantasma, con los auriculares puestos aunque no escuchara música, solo para evitar conversaciones.
En la clase de literatura, se sentó en su lugar habitual, cerca de la ventana. Afuera, un grupo de chicos jugaba a lanzarse hojas secas, riendo como si el mundo no pesara. Daniela los observó unos segundos, preguntándose cómo sería vivir sin sentir ese nudo en el pecho todo el tiempo.
El profesor hablaba sobre tragedias griegas, sobre personajes que eran víctimas de su propio destino. Daniela apenas lo escuchaba, pero algo en esas palabras hizo que pensara bien a lo profundo. “Víctimas de su propio destino”. ¿No era eso ella? ¿Alguien atrapada en un amor que ya no existía y que, sin embargo, seguía gobernando cada decisión?
Al terminar la clase, uno de sus compañeros, Martín, se acercó con un par de hojas en la mano.
 —Dani, ¿tenés un minuto? —preguntó con una sonrisa amable—. Estoy medio perdido con el ensayo, ¿me das una mano?
Daniela asintió sin pensarlo demasiado. Hablar de literatura parecía un respiro en medio de tanto ruido mental. Pasaron la tarde juntos en la biblioteca, entre apuntes y libros subrayados. Martín era simpático, tenía un humor tranquilo y hacía comentarios que la hacían reír, aunque fuese por segundos.
Por un instante, Daniela sintió que estaba bien. Que quizás podía empezar a reconstruirse, que tal vez era posible volver a tener una conexión con alguien.
Pero esa ilusión se rompió en el momento en que Martín le dijo, casi tímidamente:
 —Me gusta hablar contigo… ¿querés salir algún día?
El corazón de Daniela se detuvo. No de emoción, sino de miedo. Vio en su rostro una chispa de esperanza, la misma que había visto en los ojos de Camila. Y entonces supo que no podía permitirlo.
—No puedo —respondió rápido, demasiado rápido.
Martín la miró sorprendido.
 —¿Por qué?
Daniela se puso pálida al instante.
 —No estoy bien… no quiero hacerle daño a nadie más.
Martín pareció querer insistir, pero se contuvo. Asintió despacio y sonrió, aunque la decepción se notaba en sus ojos.
 —Está bien, Dani. Te entiendo.
Ella lo agradeció en silencio. Y al mismo tiempo, sintió de nuevo esa culpa que no paraba de tener: aunque no había llegado a nada, sabía que había frenado algo antes de empezar porque tenía miedo de romper otra vez.
El mismo patrón se repitió con martina, una compañera de prácticas en el laboratorio. Martina era extrovertida, con una risa contagiosa que llenaba el espacio. Se entendían bien trabajando juntas, y durante un tiempo, Daniela se permitió disfrutar de esa compañía.
Pero entonces, una tarde, Martina la miró distinto. Había algo en sus ojos, una ternura que no era de amistad. Y Daniela lo supo al instante: esa mirada llevaba implícita una pregunta que todavía no había sido formulada.
Sintió un escalofrío. No quería volver a repetir la historia. No quería volver a ilusionar a alguien que no podía tenerla entera.
—Martina… —dijo de golpe, antes de que ella pudiera decir nada—. Yo… no estoy bien para esto.
Martina frunció el ceño, confundida.
 —¿Esto? ¿Qué decís?
Daniela bajó la mirada.
 —Solo digo que no puedo. No me busques más allá de lo que somos.
El silencio entre ambas fue incómodo. Martina intentó reírse, disimularlo, pero el ambiente se volvió pesado desde ese día.
De regreso a casa, Daniela se encerró en el baño, miró su reflejo en el espejo y se detuvo. Tenía ojeras marcadas, el rostro cansado, los ojos apagados. Se apoyó en el lavabo y susurró:
 —Te estás volviendo tóxica… te estás convirtiendo en lo que juraste no ser.
Esa noche escribió en su cuaderno, con letras torpes por el temblor de sus manos:
"No solo cargo con mi dolor. Cargo con el dolor de los que se cruzan conmigo. Me siento como un imán roto: atraigo a personas buenas, pero solo termino lastimándolas. No es justo para ellas, no es justo para mí. Si sigo así, voy a arrastrar a todos a este vacío en el que vivo."
Los días siguientes, Daniela comenzó a esquivar cualquier intento de acercamiento. Se encerraba más en sí misma, se sentaba sola en clase, evitaba charlas en los pasillos. Mejor sola que seguir arruinando a otros.
Pero esa soledad era también un castigo. Una especie de cárcel donde ella misma era carcelera y prisionera.
Y mientras el mundo seguía girando a su alrededor, Daniela sentía que se apagaba un poco más cada día.
Editado: 28.10.2025