Crossroad 2 El eco de lo eterno

Decisión valiente

El invierno cayó sobre la ciudad como una manta pesada. Las calles se llenaron de viento helado y de árboles desnudos, y Daniela se sentía cada vez más en sintonía con ese paisaje: vacía, marchita, expuesta.Los días ya no se distinguían entre sí. Se levantaba tarde, comía lo justo, asistía a clase sin ganas, y pasaba horas en su habitación, rodeada de papeles arrugados con frases que apenas tenían sentido. El cuaderno donde ponía sus pensamientos estaba casi lleno, y sin embargo, ella se sentía más vacía que nunca.

"No soy yo. No sé quién soy."

Esas fueron las últimas palabras que escribió antes de cerrar el cuaderno y dejarlo caer al piso.

Una noche, el silencio de su cuarto era tan espeso que Daniela sintió que la ahogaba. Se levantó de golpe, con el corazón acelerado, y abrió la ventana. El aire frío la golpeó, haciéndola estremecer. Miró las luces lejanas de la ciudad y pensó en todo lo que había perdido. Se imaginó a Lucía en alguna otra parte, tal vez en una fiesta, tal vez riendo con alguien más. Esa idea ya no le provocaba celos, sino una resignación amarga. Era como mirar una estrella que alguna vez brilló y que ahora solo existía en el recuerdo de su luz.

—No puedo seguir así —susurró, con la voz quebrada.

Esa fue la primera vez que lo admitió en voz alta.

Los días siguientes fueron diferentes, no porque todo mejorara de repente, sino porque en Daniela comenzó a crecer una idea. Una voz interna, pequeña pero insistente, le decía: “Si no salís de aquí, te vas a perder para siempre.”

Comenzó a pensar en lugares lejanos, en ciudades que no tuvieran recuerdos de Lucía en cada esquina. Recordó que una vez, años atrás, había soñado con conocer Nueva York: las luces, los rascacielos, el caos de una ciudad que nunca duerme.

Y de pronto, esa fantasía se convirtió en posibilidad.

Una tarde, encendió su laptop y buscó vuelos. No era más que curiosidad al principio, pero cuando vio las imágenes de la ciudad —Times Square iluminado, el Central Park cubierto de nieve, el puente de Brooklyn al atardecer—, algo dentro de ella despertó.

El corazón le latía con fuerza mientras leía las opciones. El precio de los pasajes, las fotos de hoteles y departamentos pequeños, los comentarios de otros viajeros. Todo parecía tan lejano, tan irreal, pero al mismo tiempo, tan necesario.

"Nueva York… un lugar donde nadie me conoce. Un lugar donde puedo empezar de cero."

Esa noche habló con sus padres. Fue una conversación tensa. Se sentaron en la mesa del comedor, con los platos todavía sin levantar, y Daniela respiró hondo antes de soltarlo.

—Me quiero ir. A Nueva York.

Sus padres la miraron como si acabara de anunciar una locura.
—¿Qué decís, Dani? —preguntó su madre, con el ceño fruncido.
—No puedo más acá —respondió ella, con lágrimas en los ojos—. Todo me pesa, todo me duele. Si me quedo, siento que me voy a perder. Necesito empezar de nuevo.

Hubo silencios largos, discusiones, preguntas que ella no sabía responder. Pero Daniela estaba firme. Era la primera vez en meses que sentía determinación en sus palabras.

—Sé que tengo miedo —dijo al final, con la voz temblando—. Pero peor es quedarme así.

Su padre suspiró, resignado.
—Si es lo que querés, te vamos a apoyar.

Los días siguientes los pasó organizando sus cosas. Empacó ropa, libros, el cuaderno lleno de escritos. Cada prenda doblada era un pedazo de vida que dejaba atrás.

Frente al espejo, con la valija al lado, se miró largo rato. Sus ojos seguían cansados, pero había algo distinto: un brillo de esperanza, una chispa que no había visto en mucho tiempo.

—Podés con esto —se dijo en voz baja—. Aunque te tiemble todo el cuerpo, podés.

Y por primera vez, lo creyó.

Antes de dormir, abrió su cuaderno y escribió:

"Me voy. No por ella, no por nadie. Me voy por mí. Porque merezco volver a respirar. Porque quiero aprender a vivir sin sentir que me falta un pedazo. Tal vez Lucía siempre sea una cicatriz en mí, pero no tiene por qué ser mi condena."

Cerró el cuaderno, lo guardó en la valija y se acostó.

No sabía qué le esperaba al otro lado del océano. Pero sí sabía algo: quedarse ya no era una opción.




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