Daniela despertó una mañana con la sensación de que el aire le pesaba menos. No era felicidad, ni siquiera calma, pero había algo distinto: una leve voluntad de levantarse. Se miró en el espejo y, aunque sus ojeras seguían marcadas, notó que su reflejo le devolvía una chispa de resistencia.
—Hoy voy a intentarlo —se dijo en voz baja, como si necesitara escucharse para convencerse.
Comenzó con lo más simple: salir a caminar todas las mañanas. El barrio donde vivía tenía calles llenas de grafitis, pequeños mercados con frutas baratas y cafeterías donde los vecinos se conocían entre sí. Daniela se obligaba a comprar su café en persona, a saludar con un “good morning” torpe pero valiente.
Al principio se sentía ridícula, pero poco a poco, esos gestos mínimos se convirtieron en rituales. El saludo de la cajera del mercado, el olor a pan recién hecho en la esquina, el ruido de los colectivos pasando… todo era un recordatorio de que el mundo seguía girando.
Y si el mundo giraba, ella también podía intentarlo.
Una tarde, decidió inscribirse en una clase de escritura creativa en una pequeña librería de Manhattan. No sabía si podría con el inglés, pero algo dentro de ella le pedía recuperar las palabras que había perdido en medio del dolor.
La primera sesión fue un caos: tartamudeaba al leer en voz alta, se trababa con las frases, y sintió las miradas de los demás clavadas en ella. Quiso huir, pero no lo hizo.
El profesor, un hombre mayor con barba canosa, le sonrió y dijo:
—Tu voz importa. No importa el idioma, importa que escribas.
Ese comentario la acompañó toda la semana.
En su departamento, las noches seguían siendo duras. Había momentos en los que lloraba en silencio, abrazada a su cuaderno, convencida de que nunca podría superar a Lucía. Pero en lugar de dejarse consumir, empezó a sacarlo todo en la escritura.
No eran historias completas, sino fragmentos: frases sueltas, recuerdos disfrazados, escenas inventadas. A veces escribía sobre una mujer que caminaba sola en una ciudad desconocida, otras veces sobre un amor que nunca podía olvidarse.
Cada palabra era un respiro.
También conoció personas nuevas, aunque solo fueran rostros fugaces. Una vecina que le prestó sal cuando se le terminó, un músico callejero con el que intercambió una sonrisa, un compañero de clase que le recomendó un libro.
No eran amistades profundas, pero eran pruebas de que todavía podía conectar, aunque fuera en pequeñas dosis.
Un día, al regresar de una caminata por Central Park, Daniela se detuvo frente a su ventana. El sol se estaba poniendo y el cielo tenía tonos naranjas y rosados. Respiró hondo, llenando sus pulmones como si quisiera atrapar ese momento.
Se dio cuenta de que hacía mucho no respiraba de verdad.
Sacó su cuaderno y escribió:
"No es que ya no duela. Es que ahora el dolor convive con algo nuevo: la posibilidad. Hoy, por un instante, no pensé en Lucía. Pensé en mí. Y aunque fue un segundo, se sintió como libertad."
Daniela entendió que todavía estaba rota, pero que podía empezar a armarse de a poco. No necesitaba sanar en un día. Lo importante era aprender, aunque fuera lentamente, a respirar otra vez.
Editado: 21.11.2025