La librería donde asistía a las clases de escritura se había convertido en un refugio para Daniela. No era solo el olor a papel viejo ni la calidez de las luces tenues, sino la sensación de pertenecer, aunque fuera un par de horas a la semana, a un lugar donde no importaba de dónde venía ni a quién había amado.
Allí fue donde la conoció.
Su nombre era melissa. Tenía el cabello castaño claro, un acento marcado de Brooklyn y un hábito extraño de escribir siempre con pluma, aunque todos los demás usaran lápiz o computadora. Daniela la había visto desde la primera clase, siempre sentada al final, observando más de lo que hablaba.
Una tarde, el profesor pidió que intercambiaran escritos y los comentaran entre sí. Daniela dudó, nerviosa, pero melissa se acercó con una sonrisa tranquila.
—¿Podemos hacerlo juntas? —preguntó.
Daniela asintió, y así empezó todo.
Ella leyó su texto en silencio, asintiendo de vez en cuando. Cuando terminó, levantó la mirada.
—Escribes como si estuvieras sangrando en cada palabra.
Daniela se tensó, avergonzada.
—Lo siento… no sé hacerlo de otra manera.
melissa negó con la cabeza.
—No te disculpes. Eso es lo que lo hace mas normal.
Esa frase quedó grabada en ella.
Con el tiempo, empezaron a sentarse juntas en las clases. melissa era distinta a todas las demás: no intentaba llenar los silencios, no hacía preguntas incómodas, simplemente estaba. Y Daniela descubrió que necesitaba eso: alguien que no la presionara, que no buscara más de lo que podía dar.
Después de clase, caminaban a la estación del metro juntas. melissa hablaba poco de su vida, pero lo suficiente para que Daniela supiera que también cargaba con sus propias sombras. Tal vez por eso se entendían: eran dos extraños que no necesitaban explicarlo todo para reconocerse en las heridas del otro.
Una tarde, mientras compartían un café barato en un local diminuto, melissa le dijo:
—Nueva York es brutal. Te hace sentir invisible, pero también te obliga a conocerte.
Daniela la miró, sorprendida por la claridad de sus palabras.
—¿Y vos ya te conociste?
melissa sonrió con ironía.
—Todavía estoy en eso.
Daniela bajó la vista hacia su taza.
—Yo también.
Por primera vez en mucho tiempo, no se sintió sola al decirlo.
Las semanas pasaron, y lo que empezó como una coincidencia se volvió hábito. melissa estaba ahí: en las clases, en los cafés, en las caminatas rápidas antes de tomar el metro. No era un romance, ni un intento de llenar vacíos, sino algo distinto: una compañía silenciosa que la sostenía sin pedir nada a cambio.
Daniela comenzó a escribir más, inspirada en esas conversaciones mínimas. En su cuaderno anotó:
"A veces, los extraños se convierten en espejos. melissa no me cura, pero me recuerda que no soy la única que sangra en silencio."
Nueva York seguía siendo una ciudad implacable, pero ahora Daniela sentía que no la enfrentaba sola. melissa no era una solución, ni un sustituto, pero sí un faro tenue en medio de la oscuridad.
Y eso, en ese momento de su vida, era suficiente.
Editado: 21.11.2025