Crossroad 2 El eco de lo eterno

Ecos en el cuaderno

El cuaderno de Daniela ya no era solo un lugar para tirar su tristeza. Con el tiempo, las páginas comenzaron a llenarse de algo distinto, algo nuevo. La diferencia había empezado el día que conoció a Melissa.

Antes, cada frase que escribía era un lamento, un grito ahogado que hablaba de Lucía, de la pérdida, de la culpa. Pero ahora, aunque las sombras seguían presentes, había también pequeñas luces: fragmentos de conversaciones, descripciones de lugares que la hacia impresionar, pensamientos que se alejaban del dolor.

Melissa no lo sabía, pero se había vuelto parte de esas páginas.

Una tarde, después de clase, Daniela y Melissa se quedaron en la librería mientras la lluvia golpeaba fuerte contra los vidrios. Melissa miraba un libro antiguo y, sin levantar la vista, dijo:
—Tu escritura tiene algo que me deja pensando. Siempre parece que estás hablando con alguien… como si le escribieras a una persona que ya no está.

Daniela se quedó helada. El corazón se le pralizo en el pecho.

—¿Es tan obvio? —preguntó, con una sonrisa amarga.

Melissa cerró el libro y la miró.
—No es obvio… es honesto. Y la honestidad siempre se siente.

Daniela bajó la mirada, jugando con el bolígrafo entre los dedos.
—A veces pienso que si dejo de escribir sobre ella, la pierdo del todo.

Melissa no insistió. No la presionó con preguntas ni con consejos. Solo apoyó una mano en su hombro, ligera, como un recordatorio de que no estaba sola.

Esa noche, en su departamento, Daniela abrió el cuaderno y escribió:

"Melissa dice que escribo como si hablara con alguien que ya no está. Y tiene razón. Lucía sigue en cada palabra, en cada línea. Pero hoy, mientras la escuchaba hablar de un libro que amaba, me descubrí escribiendo sobre ella también. No de la misma forma, no con amor romántico… sino como quien retrata un faro en medio de la tormenta. No sé si Melissa lo sabe, pero su presencia se está volviendo tinta en mis manos."

Con el tiempo, Daniela comenzó a leer fragmentos de su cuaderno en las clases. Antes le aterraba hacerlo, pero Melissa siempre estaba ahí, escuchando con atención, asintiendo en silencio, como si sus palabras tuvieran un lugar en el mundo.

Un día, después de que Daniela leyó un texto sobre una mujer que caminaba por una ciudad llena de luces, Melissa le dijo:
—Tu protagonista siempre se siente perdida, pero también… valiente. Aunque no lo note.

Daniela sonrió, sorprendida.
—Nunca la había visto así.

—Porque todavía no lo creés de vos misma —respondió Melissa con naturalidad.

Esas palabras se clavaron en Daniela. Y por primera vez, pensó que tal vez escribir no era solo desahogarse: tal vez era también descubrirse.

El cuaderno comenzó a cambiar. Ya no era solo un espacio de duelo, sino un puente hacia algo más: la posibilidad de reconstruirse.

Cada palabra era un eco de lo que había sido, pero también una promesa de lo que podía llegar a ser.

Pidieron dos cafés y se sentaron junto a una ventana. El sol caía despacio, tiñendo la ciudad de naranja. Por un momento, el mundo parecía tranquilo.

—¿Qué estás escribiendo últimamente? —preguntó Melissa, revolviendo distraída su taza.

Daniela sonrió débilmente.
—Lo mismo de siempre. Mujeres rotas.

Melissa la miró de reojo.
—¿Rotas o reales?

Daniela se quedó en silencio. Había algo en esa pregunta que le dolió más de lo que esperaba.

—Ambas, supongo —dijo al fin—. Aunque a veces pienso que escribo sobre mí y finjo que es ficción.

Melissa asintió, sin interrumpirla.

—Es raro —continuó Daniela—. Estoy tan lejos de todo… y aun así, no puedo dejar de pensar en alguien que ya no está.
Hizo una pausa. Sintió la garganta cerrarse, pero no se detuvo.
—Se llamaba Lucía.

Melissa apoyó la taza, sin decir nada. Daniela respiró hondo y siguió.

—Nos conocimos en la universidad —empezó, con la voz baja, casi temblando—. Ella era todo lo que yo no: libre, espontánea, valiente. Yo era más… cerrada. Miedosa, tal vez.
Sonrió con tristeza.
—Nos enamoramos rápido, y también empezamos a rompernos rápido. Éramos dos personas intentando salvarse una a la otra sin entender que ambas estábamos heridas.

Melissa no la interrumpía. La escuchaba con la mirada atenta, sincera, sin esa incomodidad que la mayoría mostraba ante las historias de amor que dolían.

—Después vinieron los celos, las discusiones, el cansancio. Nos separamos, y yo… me quedé esperándola.
Tragó saliva.
—Ella siguió con su vida. Yo no pude.

Por primera vez, Daniela lo dijo sin esconderlo. Sin el disfraz de metáfora ni el refugio de la escritura. Así, directo, como una verdad que dolía pero que necesitaba ser pronunciada.

Melissa tomó un sorbo de café y, tras unos segundos de silencio, dijo con suavidad:
—Amar no siempre significa quedarse. A veces amar también es irse.

Daniela la miró, sorprendida.
—¿Y si una parte de mí no puede soltar?

—Entonces aprendé a vivir con ella —respondió Melissa—. No como una cadena, sino como una cicatriz. No se va, pero tampoco te impide seguir.

Esa noche, en su departamento, Daniela abrió su cuaderno. Las palabras fluyeron solas, como si hablar las hubiera liberado de su pecho.

"Hoy dije su nombre en voz alta. Lucía. No para llamarla, sino para dejarla ir un poco. Tal vez amar también sea eso, reconocer que el recuerdo no va a desaparecer, pero que ya no tiene que doler igual."

Desde ese día, las conversaciones con Melissa se volvieron más profundas. Daniela no lo planeó, simplemente empezó a confiar. Y aunque su armadura seguía firme en muchos lugares, una grieta había aparecido.
Por esa grieta, al fin, entraba un poco de luz.




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