El frío había cedido por fin, y Nueva York comenzaba a florecer. Los árboles del Central Park se llenaban de hojas nuevas, y las calles se teñían con ese brillo suave que solo aparece cuando el invierno decide irse del todo.
Daniela se detuvo una mañana frente a una flor que crecía en una grieta del pavimento. Era pequeña, casi insignificante, pero tenía un color tan vivo que le robó la mirada. Se agachó para tocarla con cuidado, como si fuera algo frágil, y se descubrió sonriendo sin razón.
Era la primera vez en meses que lo hacía.
Su vida había empezado a tomar ritmo. Iba a las clases, escribía con constancia, salía a caminar con Melissa los fines de semana. A veces iban a ferias callejeras, otras a tomar café en lugares nuevos. Conversaban sobre libros, películas, y también sobre cosas pequeñas: la lluvia, la gente, los sueños.
Daniela se daba cuenta de que, poco a poco, su mente ya no giraba únicamente alrededor del dolor.
Había días en los que se sorprendía disfrutando del presente, sin sentir culpa por hacerlo.
Era algo leve, casi imperceptible, pero ahí estaba: un brote de vida entre los restos del pasado.
Una tarde, mientras caminaban por el puente de Brooklyn, Melissa le dijo:
—Te ves distinta últimamente.
Daniela levantó una ceja.
—¿Distinta cómo?
—Como si por fin respiraras —respondió ella, sonriendo.
Daniela no supo qué contestar. Miró el río, el viento moviendo su pelo, y pensó que tal vez tenía razón. Respiró hondo, y por primera vez, el aire no dolió.
En casa, empezó a llenar su cuaderno con escenas de cosas que le hacían bien.
Escribía sobre los colores del amanecer reflejados en los edificios, sobre una pareja de ancianos que veía todos los días en la misma esquina, sobre el olor del café recién hecho.
Ya no eran palabras tristes. Eran observaciones llenas de vida.
Era como si, al escribirlas, Daniela volviera a sentir el mundo a través de ellas.
Una noche, Melissa le propuso leer sus textos en una pequeña reunión literaria que organizaba la librería. Daniela se negó al principio, aterrada por la idea, pero terminó aceptando.
El día del evento, cuando subió al pequeño escenario improvisado, las manos le temblaban. Miró a la gente frente a ella —desconocidos, rostros amables, murmullos de espera— y abrió su cuaderno.
Leyó una historia corta sobre una mujer que había cruzado un océano para dejar atrás el amor que la destruyó. Una historia donde el final no era trágico, sino abierto, lleno de posibilidades.
Cuando terminó, hubo un silencio breve, y luego un aplauso cálido.
Melissa, sentada en primera fila, le sonrió con los ojos.
En ese momento, Daniela sintió algo que no sabía nombrar. No era alegría pura, ni paz completa, pero era algo real.
Algo parecido a volver a sentir.
Esa noche escribió:
"No sé si sané. Tal vez no. Pero hoy me temblaron las manos por nervios, no por tristeza. Hoy el corazón me latió rápido por algo nuevo, no por miedo. Tal vez eso sea suficiente, por ahora."
Y al cerrar el cuaderno, se dio cuenta de que el dolor seguía ahí…
pero ya no era el único huésped dentro de ella.
Editado: 21.11.2025