El verano comenzaba a desplegarse sobre Nueva York.
El aire era tibio, el sol más lento, y las noches olían a libertad.
Daniela lo notaba en los parques llenos, en la risa de los extraños, en la manera en que la ciudad parecía invitarla a quedarse afuera un rato más.
Y fue una de esas noches, precisamente, cuando todo cambió.
Melissa la había invitado a un pequeño concierto al aire libre, en una terraza del Soho.
El lugar estaba iluminado con luces cálidas, y el sonido de una guitarra llenaba el aire. Daniela se dejó llevar, disfrutando del momento, de la música, del viento moviendo su pelo.
Melissa estaba a su lado, riendo, con los ojos brillando bajo las luces.
Había algo en esa imagen que a Daniela le resultó imposible ignorar.
No era solo belleza.
Era calma.
Era una sensación de hogar que no recordaba haber sentido desde hacía mucho tiempo.
Cuando el concierto terminó, se quedaron un rato más.
El resto de la gente se fue retirando poco a poco, pero ellas permanecieron en silencio, observando las luces de la ciudad que se extendían hasta el horizonte.
—Nunca pensé que Nueva York pudiera ser tan tranquilo —dijo Melissa, apoyando la cabeza en el borde de la baranda.
Daniela sonrió.
—Depende con quién la mires.
Melissa la miró, y en ese instante el mundo pareció detenerse.
Era esa clase de silencio que no pesa, sino que se siente lleno.
Un silencio que habla por las dos.
No se dijeron nada más.
Solo se miraron, y algo cambió en esa mirada.
Daniela sintió el corazón golpearle el pecho, no con el miedo de antes, sino con algo nuevo, más suave. Una certeza que no necesitaba palabras.
Melissa se acercó un poco, sin invadir, solo lo justo.
Su hombro rozó el de Daniela, y ese contacto mínimo encendió todo.
No hubo beso.
No hubo declaración.
Solo una pausa, una respiración compartida, y una calma que lo decía todo.
Esa noche, al regresar a su departamento, Daniela no escribió enseguida.
Se quedó un largo rato mirando por la ventana, con una sensación desconocida vibrando en el pecho.
Cuando por fin tomó el cuaderno, escribió despacio:
"No hizo falta que me tocara para sentirlo.
No hizo falta que dijera nada para entenderlo.
Hay miradas que no piden permiso.
Y la suya… la suya me desarmó sin hacer ruido."
Desde aquel día, algo cambió entre ellas.
Las conversaciones se volvieron más largas, las risas más sinceras, los silencios más cómodos.
Había una tensión suave en el aire, un lazo que se estaba tejiendo sin que ninguna lo planeara.
Daniela ya no intentaba huir del sentimiento.
Por primera vez en años, lo aceptaba con calma, con respeto, con miedo, sí… pero también con una esperanza tibia que le recordaba que seguía viva.
Y aunque todavía no había palabras entre ellas, el silencio lo decía todo.
Editado: 21.11.2025