Las primeras noches sin Melissa fueron las más difíciles.
No por la soledad en sí, sino por el eco del silencio que dejó su ausencia.
Daniela todavía encontraba tazas a medio lavar, una bufanda colgada en el respaldo de la silla, y ese olor tenue a café y perfume que seguía en el aire.
El departamento parecía más grande, más frío.
Y en ese vacío, Daniela volvió a su antiguo refugio: las palabras.
Compró un cuaderno nuevo.
Uno pequeño, de tapa gris, donde empezó a escribir cartas que nunca enviaría.
No tenían destino, pero todas hablaban de ella, de lo que sentía, de lo que callaba.
“Querida Melissa,
no sé cómo se hace para no pensar en alguien que sigue viva,
pero que ya no está.”
Los días pasaban lentos.
A veces recibía mensajes cortos de Melissa —un “¿cómo estás?”, una foto del lugar donde trabajaba, una frase perdida entre la distancia—, pero ninguno de los dos encontraba el valor para hablar de lo que realmente importaba.
Era como si ambas entendieran que el amor seguía ahí, pero que ya no podían tocarlo sin romperlo.
Daniela volvió a escribir sin parar.
Llenaba hojas enteras con pensamientos que mezclaban amor y resignación.
Una noche escribió:
“Nunca fui buena despidiéndome.
Siempre dejo una parte mía en cada persona que amo.
Y ahora siento que, de a poco, me estoy quedando vacía.”
Después cerró el cuaderno y lo guardó en el cajón, como si esconderlo pudiera aliviar el peso de lo que sentía.
Empezó a salir más sola, a caminar, a descubrir lugares nuevos.
No buscaba distraerse, solo intentar recordar quién era cuando no amaba a nadie.
Pero en cada esquina, en cada canción que sonaba en un café, en cada olor familiar, aparecía un rastro de Melissa.
No era dolor exactamente, sino algo más suave, más persistente,
nostalgia.
Un día, mientras ordenaba su escritorio, encontró una foto vieja.
Ellas dos, en la noria de Coney Island, riendo.
Melissa sostenía su mano. Daniela, la mirada fija en el horizonte.
La sostuvo entre los dedos, y sin pensarlo, escribió al dorso:
“Hay recuerdos que no duelen, pero tampoco sanan.
Simplemente se quedan.”
Luego la guardó dentro del cuaderno gris, entre las cartas que nadie leería.
Las semanas se convirtieron en meses.
El invierno llegó del todo, cubriendo la ciudad con nieve y silencio.
Daniela ya no lloraba tanto.
No porque no doliera, sino porque había aprendido que el dolor también se acostumbra a uno.
Y aunque todavía soñaba con Melissa a veces, ya no se despertaba llorando.
Solo se quedaba en silencio, mirando el techo, dejando que el recuerdo pasara como una ola que viene y se va sin destruir la orilla.
Una noche, al cerrar su cuaderno, escribió la última carta:
“Querida Melissa,
no te odio por haberte ido.
Te agradezco por haber llegado.
Si algún día volvés a leerme en algún rincón del mundo,
quiero que sepas que estuve bien.
Que dolió, sí.
Pero también aprendí a respirar sin vos.”
Y por primera vez en mucho tiempo, Daniela durmió en paz.
No porque hubiera olvidado, sino porque había aprendido a dejar ir con amor.
Editado: 21.11.2025