Tres años.
Eso era lo que había pasado desde aquella entrevista.
Tres años desde que Elena apareció en su vida con su forma tranquila de mirar el mundo, con esa voz firme y cálida que hacía que hasta el silencio pareciera amable.
Ahora compartían un departamento en el mismo barrio donde todo empezó.
Era un hogar pequeño, lleno de plantas, libros y fotos que Daniela no se atrevía a colgar en la pared por miedo a romper algo perfecto.
La rutina entre ellas era sencilla, pero llena de vida:
café por las mañanas, trabajo, risas al cocinar, lecturas antes de dormir.
No había promesas exageradas, ni miedos disfrazados.
Solo el día a día, compartido.
Y Daniela, después de tantos años, se sentía… bien.
Una tarde, mientras guardaban cajas de libros viejos, Elena encontró una fotografía.
Daniela y Melissa en la noria.
La sostuvo un momento, mirándola sin juzgar.
—¿Ella fue parte de vos, verdad? —preguntó con calma.
Daniela asintió despacio.
—Sí. Pero ya no duele. Solo… fue alguien que me ayudó a entender lo que ahora soy.
Elena sonrió y dejó la foto dentro de un libro.
—Entonces, gracias a ella también estoy acá.
Daniela no dijo nada, pero sintió algo cálido en el pecho.
Elena tenía esa forma de aceptar el pasado sin intentar borrarlo.
Fue Elena quien propuso el viaje.
—Podríamos ir a Uruguay por un tiempo —dijo una noche mientras cenaban—. Quiero conocer tu lugar, tus raíces.
Daniela se quedó pensativa, con el tenedor suspendido en el aire.
Volver.
Esa palabra le sonó extraña, casi lejana.
Llevaba años sin pisar Montevideo, sin mirar su mar, sin enfrentar lo que había dejado atrás.
Pero algo dentro de ella le dijo que tal vez era hora.
—Sí —respondió, sonriendo con ternura—. Creo que ya es momento.
Las semanas siguientes estuvieron llenas de preparativos.
Reservas, papeles, llamadas, valijas abiertas sobre la cama.
Todo transcurría con una alegría suave.
Una noche, mientras doblaba una camisa, Daniela se detuvo frente a la ventana.
El cielo de Nueva York estaba cubierto, pero se veía una estrella entre las nubes.
Por alguna razón, no pudo apartar la vista.
—¿En qué pensás? —preguntó Elena desde la cama.
—En el mar —respondió Daniela, sin girarse—. En cómo suena cuando lo escuchás después de mucho tiempo lejos.
Elena se levantó, la abrazó por detrás y apoyó la barbilla en su hombro.
—Entonces, pronto vas a escucharlo otra vez.
Esa noche, Daniela no pudo dormir.
Se levantó, encendió una lámpara pequeña y escribió una última página en su viejo cuaderno:
“Todo en mi vida fue irse o quedarse.
Ahora solo quiero volver.
No sé por qué, pero siento que el regreso no será igual.
Como si algo me esperara allá, entre las olas, entre los recuerdos, entre lo que alguna vez fui.
Y, por primera vez, no tengo miedo.”
Cerró el cuaderno con una sonrisa leve y lo guardó en su bolso de mano.
El vuelo salía al día siguiente.
Elena iría unos días después, por trabajo.
Daniela insistió en viajar sola:
—Quiero llegar antes, caminar por la rambla, sentir el aire, reencontrarme con todo eso que dejé.
Elena aceptó, aunque con una inquietud que no supo explicar.
Antes de despedirse, le acarició la cara y le dijo:
—Mandame un mensaje cuando aterrices.
Daniela asintió.
—Lo prometo.
Y en ese beso de despedida, hubo una calma tan grande que casi parecía un presagio.
Esa mañana, mientras el taxi se alejaba rumbo al aeropuerto, Daniela miró por la ventana.
La ciudad aún dormía, cubierto todo de neblina.
Se sintió en paz.
Por dentro, algo le decía que ese viaje cerraría todos los círculos.
No sabía cómo, ni por qué.
Solo lo sentía.
Y mientras el avión despegaba, Daniela apoyó la cabeza en la ventanilla, cerró los ojos y pensó:
"Vuelvo a casa."
Editado: 21.11.2025