El avión despegó con suavidad.
Daniela sintió la presión en los oídos, el rugido del motor, el temblor leve bajo sus pies.
Miró por la ventanilla y vio cómo Nueva York se hacía pequeño, envuelta en nubes blancas.
Por un momento, le pareció ver su vida desde arriba:
todos los lugares, los rostros, las versiones de sí misma que había ido dejando atrás.
Sacó su cuaderno del bolso.
Lo abrió por la mitad, donde las hojas ya estaban gastadas y con tinta corrida.
Escribió la fecha, y después, sin pensarlo demasiado, comenzó a dejar que las palabras fluyeran.
“Vuelvo a casa.
No porque huya, sino porque ya no me debo nada.
He amado tanto que hasta el aire me pesa distinto.
Y aunque el amor cambie de nombre, de rostro o de tiempo,
sigue siendo amor.”
Suspiró.
Afuera, el cielo era un océano inmenso.
Mientras el avión se estabilizaba, Daniela apoyó la cabeza en el asiento y cerró los ojos.
El murmullo de las turbinas se convirtió en una canción lejana.
Y entre ese sonido constante, vinieron los recuerdos.
Primero, la risa suave de Melissa, las caminatas por Central Park, los silencios que curaban.
Después, la voz de Elena, tan serena, tan firme, recordándole que estaba viva.
Y, como una brisa que vuelve cuando nadie la llama… Lucía.
La vio como la recordaba:
cabello suelto, ojos brillantes, aquella sonrisa que podía hacerle olvidar el mundo.
Pero ya no había dolor.
Solo un cariño inmenso, un agradecimiento silencioso.
“Si alguna vez existió el amor verdadero,
creo que fue el que tuve con ella,” pensó Daniela.
“No porque haya durado,
sino porque me enseñó lo que era sentir de verdad.”
Abrió los ojos.
Las nubes seguían ahí, interminables, iluminadas por el sol.
Por un segundo, sintió que volaba dentro de un sueño.
Pidió un vaso de agua y sonrió a la azafata.
Tenía el corazón liviano, como si por fin hubiera hecho las paces con todo.
El pasado, el amor, la pérdida, la vida.
Todo encajaba, al fin.
Sacó del bolso la foto que Elena le había guardado en el libro:
ella y Melissa, riendo en la noria.
La miró un largo rato.
Después, del otro lado del asiento, escribió con lapizera azul:
“A veces la vida no se trata de elegir a quién amar,
sino de aprender a amar sin miedo,
aunque todo termine.”
Guardó la foto de nuevo y volvió al cuaderno.
“Lucía… si alguna vez lees esto, quiero que sepas que no te guardo rencor.
Fuiste mi primera historia, la más caótica, la más intensa.
Gracias por enseñarme que el amor también duele,
y que doler no siempre es malo.
Porque gracias a vos aprendí a no temerle al amor,
ni siquiera al final.”
Miró por la ventana una vez más.
El cielo se había vuelto gris, cubierto de nubes espesas.
Sintió un pequeño temblor en el avión, nada grave.
Aun así, algo dentro de ella se estremeció.
Apoyó la frente en el vidrio y sonrió.
No era miedo.
Era una calma profunda, casi extraña.
“Si este fuera el final,” pensó,
“sería uno hermoso.
No por lo que pierdo, sino por lo que encontré.”
Cerró los ojos, dejando que el zumbido del motor se mezclara con sus pensamientos.
Y, en un susurro que solo ella escuchó, dijo:
—Lucía… Melissa… Elena… gracias.
La turbulencia se intensificó.
El avión tembló, y algunos pasajeros se asustaron.
Daniela mantuvo los ojos cerrados, con una serenidad extraña, casi sagrada.
En su regazo, el cuaderno seguía abierto.
La última frase, escrita a medio trazo, decía:
“Y si el mar me espera…”
El resto de la tinta se extendió, por una gota de agua que no llegó a ser lágrima.
Fuera, el cielo rugió.
Y entre las nubes, el silencio se hizo eterno.
Editado: 21.11.2025