La heredera del reino se abrió paso por el largo y amplio pasillo. Ignorando su alrededor en donde las criadas caminaban y se apresuraban a hacer sus labores, se centró en la gran puerta hecha de caliza con toques de oro delante suyo. Nadie osaba mirarla, solo a inclinarse ante ella y cederle el paso.
La digna princesa siguió caminando dejando que los pliegues de su vestido azul claro se arrastraran por el frío mármol del suelo.
Finalmente, se detuvo delante de la imponente puerta. Inspiró, mentalizándose, y entró a la sala del trono. Con un movimiento de su mano, cerró la puerta detrás suyo, ignorando las miradas por el rabillo del ojo que los sirvientes le estaban lanzando a sus espaldas. Merebeth, hija única de la Reina Fría y heredera al trono de Cenith, se inclinó en una perfecta reverencia. Su mirada se alzó para encontrarse con el mismo azul de sus ojos que la observaban con fría indiferencia. La joven de dieciséis años mantuvo su pose calmada, sus hombros relajados, la suave sonrisa y sus manos entrelazadas en su regazo. Sin una sola grieta en su máscara hasta que su madre curvó levemente sus labios.
-Dejadnos a solas. -los siempre presentes guerreros de la élite del reino, la Guardia Nocturna, desaparecieron con la orden dada.
Con las presencias innecesarias fuera, la reina permitió que la poca calidez que sentía en su corazón tras la muerte de su marido se filtrase. Observó a su hija parpadear y apartar las manos de su regazo y dejarlas caer a sus lados.
-¿Qué te dije de la postura? -suspiró mientras se levantaba, su anillo marcándose levemente en su dedo anular cuando se apoyó en el trono para incorporarse.
-No hay nadie alrededor. -se quejó en voz baja Merebeth mientras hacía un puchero minúsculo, indetectable para aquellos que no hubiesen crecido a su alrededor.
-Nunca se sabe quien observa. -hubo silencio mientras la reina bajaba las escaleras y se acercaba a su hija. El bufido silencioso de Merebeth fue respuesta suficiente para su madre, quien le alzó la barbilla para que sus ojos se encontrasen. -Todos dicen que tienes mis ojos. Pero ese brillo rebelde siempre será de tu padre. -murmuró solo para ella.
-Lo sé. Siempre lo culpaste de mi desobediencia de niña. -respondió la joven con un toque burlón.
-¿Ves? Incluso ahora respondes. -la mano de su progenitora se retiró.
-¿No te aburrirías de lo contrario?
-Algún día esa falta de respeto te costará cara. -la advertencia brilló en los ojos de la reina Ravanna antes de suavizarse. -Pero no será hoy. -recibió una sonrisa de su hija. Con un suspiro, la mujer la acercó y le besó la frente. Un apretón de hombros como símbolo de cariño y un beso de despedida calentó el corazón de Merebeth.
-Partirás a Angkor en unas horas. -dijo suavemente. -Unas ropas de campesina, una capa, una bolsa de monedas y algo de comida será todo lo que te llevarás y tres años después regresarás para tu coronación oficial de heredera al trono.
Un asentimiento y una profunda reverencia fue la despedida de la princesa.
-Que los Astros y las Estrellas brillen en vuestra presencia y los que osen oponerse caigan bajo sus pies.
-Que así sea. Y que el Sol y la Luna cuiden tu camino.
Sin nada más que decir, se volvió hacia su trono a la vez que la joven se retiraba sin mirar atrás.
Merebeth llegó a su habitación con la fachada de calma intacta. Tras cerrar la puerta, se quitó su vestido y fue directamente al baño que las criadas le habían preparado de antemano. Removió suavemente el agua y con magia la calentó a la temperatura idónea. Tras sumergirse completamente, se permitió perderse entre sus recuerdos, sabiendo que sería una de las últimas veces que podría relajarse de esa forma en el lapso de los tres años venideros. La princesa inhaló y permitió que su cabeza se relajase y se sumergiese en el agua, a la vez que los recuerdos emergían uno por uno. Recordó su infancia, a la niña de cinco años que bailaba risueña en los Jardines Reales sin una sola preocupación. Luego vio el reflejo de la niña aprisionada de siete años que deseaba que las cosas fuesen diferentes, que los barrotes de oro de su preciosa jaula se torciesen y pudiese libre. Finalmente pensó en la cansada preadolescente de doce años que ya se había rendido a escapar y solo esperaba el momento oportuno para aprovecharse. La que esperaba que la tradición impuesta por la primera reina de Cenith llegase al fin. La niña que vivía bajo una máscara de porcelana reflejando su fachada de hermosa e ingenua princesa que solo deseaba la atención de su madre tras la muerte del rey.
Merebeth volvió a abrir los ojos y se levantó, para nada afectada ante la falta de aire en sus pulmones al estar bajo el agua. El agua era su elemento, la esencia de su magia, la única aliada que nunca le fallaría, la parte de sí misma que nunca podría ocultar tras una máscara. La joven se puso una simple camisa blanca y unos pantalones holgados. Echó un último vistazo a su habitación, el lugar que había presenciado todas sus rupturas silenciosas de su perfecta personalidad cuidadosamente creada, y fue a por su yegua al establo no sin antes hacer una corta parada en la cocina. Cuando llegó a su destino, se encaminó hacia su yegua de pelaje marrón con toques blancos en la crin. Con cariño, Merebeth acarició su pelaje y se subió en su lomo. Espoleó a su caballo y salió de los muros del palacio real. Merebeth dio una última mirada a su jaula de oro, memorizándola, y luego se fue sin mirar una sola vez hacia atrás.