Nikolai se quedó solo en su habitación. Estaba revisando la lista de países con los que debía tener reuniones de carácter empresarial. El objetivo era formar alianzas: él proporcionaría empleos y, a cambio, los gobiernos le otorgarían terrenos y propiedades legítimas para construir cinco fábricas en cada país. Cinco por nación.
En la mayoría de los países latinoamericanos, estas zonas se conocían como “zonas francas”, espacios gubernamentales donde las empresas operaban con ciertos beneficios. Pero, en este caso, la diferencia sería que las fábricas tendrían un dueño extranjero: él. Aunque, claro, todo eso aún estaba en su cabeza.
Venezuela, Perú, El Salvador, Honduras… ya figuraban en la lista. Luego pidió agregar Chile y República Dominicana. Aún no decidía en cuál de esos países viviría, si es que elegía alguno.
Encendió su laptop y abrió un mapa interactivo. Exploró cada rincón de Latinoamérica. Le llamó la atención República Dominicana, por su ubicación céntrica. Si residía allí, podría moverse fácilmente hacia cualquier país con fábricas.
Le fascinaba la cercanía entre las naciones del continente, pero hubo un detalle que lo hizo descartar a República Dominicana de inmediato: el café.
Aquel país tenía una obsesión con esa bebida, y Nikolai la detestaba con el alma. Le desagradaba el olor, el sabor, la textura, incluso la manera en que se bebía. Claro, ignoraba por completo que existían muchas formas de disfrutarlo: con crema, con leche, con hielo…
Solo por eso, cerró la pestaña y siguió su búsqueda.
Finalmente, eligió México.
No estaba tan lejos y dominaba el idioma. Además, ya tenía confirmadas reuniones: la primera con el presidente de Venezuela, la segunda con el de El Salvador. Los demás líderes sabían que el príncipe se pondría en contacto pronto.
Cerró la laptop y se puso de pie. Caminó hacia el armario, sacó su pijama y se metió a la ducha. El baño fue breve, cinco minutos, lo suficiente para relajarse. Al salir, se puso la pijama —una que ya le quedaba algo ajustada— y volvió a la cama con su laptop.
Activó la videollamada.
—Hola, Robin. Perdón por llamarte a esta hora.
—No pasa nada, su alteza real. Dígame, ¿en qué puedo servirle? —respondió Robin, con el rostro medio dormido.
—Quiero que mañana temprano me agendes una reunión con el señor Nelson. Necesito hablar sobre las futuras fábricas en su país.
—De acuerdo. ¿A qué hora piensa reunirse con él?
—Veamos... —colocó un dedo sobre sus labios, pensativo—. ¿Qué tal a las diez de la mañana?
—A esa hora tus padres tomarán el té. Debes estar presente, es importante para tu madre —dijo Robin, como si estuviera leyendo desde la penumbra.
—¿No era a las tres? Además, ¿té a las diez de la mañana? ¿Dos horas después del desayuno? Eso es raro.
—Lo cambiaron. Nadie iba y dejaban a la reina sola.
—¿Es tan importante?
—No, Nikolai… alteza...
—¡¿Ves?! —gritó el príncipe con una sonrisa de triunfo—. ¡Me acabas de hacer el hombre más feliz del mundo!
—No volverá a pasar… he cometido un error.
—No hiciste nada malo. Me gustaría que tomes la misma confianza que yo tengo contigo. Sería... como tener familia.
—No es lo mismo, alteza real.
—Ya volviste.
—Se lo dije. Espero que me entienda.
—Nunca lo haré —respondió Nikolai, riendo. Robin terminó por reír también—. No me hagas reír, estoy hablando en serio. Y bien, ¿el té, la reunión?
—¿Qué tal a la una de la tarde? Después del almuerzo, ya habrán descansado y pueden tomar una copa de champaña durante la reunión.
—Perfecto. ¡Ay, Robin! ¿Qué haría sin ti?
—Nada.
—¿Qué?
—Nada. Buenas noches, alteza.
—Eres una perso… ¿Me colgó? —Nikolai abrió el chat y vio los tres puntos de "escribiendo..." durante un rato, hasta que apareció un mensaje:
"Lo siento, alteza real. Tengo sueño. Duerma usted también."
Le respondió con una carita de aburrimiento. Robin envió una carita dormida. Nikolai rió, cerró la laptop y apagó la lámpara.
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A la mañana siguiente…
La alarma sonó a las seis y media. Nikolai pensó que pronto tendría que adelantarla un poco. Se estiró aún en la cama, tomó el vaso de agua que el personal le dejaba siempre al lado, bebió un trago y volvió a estirarse antes de ir a la ducha.
Se quitó la pijama y la dejó en el cesto de ropa sucia. Esa en particular le quedaba muy ajustada: la había comprado a los quince, cuando estaba más relleno, y ahora, con veintitrés, algunas prendas aún seguían en su armario.
Envuelto en una toalla, salió del baño… y se topó con dos criadas en la habitación.
—A ustedes les encanta meterse en problemas conmigo —murmuró, haciéndolas saltar.
—Majestad, disculpe. No sabíamos su horario —dijo una, con las sábanas en la mano. La otra abría las cortinas.
—Les explico cómo funciona: primero entran antes de que me levante, abren las cortinas y se van. Vuelven después de que me haya duchado, vestido… y me haya ido. Está bien que ya estén acostumbradas a verme sin camisa, pero imaginen que entran a la habitación del príncipe Joshua y su esposa está con él en una posición... poco decorosa.
—Somos nuevas —respondió la segunda.
—Entonces deberían pedir los horarios de cada miembro de la familia. Yo no tengo uno fijo, pero todos los demás sí.
—¡Príncipe Nikolai! —exclamó una, cubriéndose el rostro cuando él se quitó la toalla frente a ambas.
—Lo siento, debo cambiarme. No puedo llegar tarde al desayuno real —dijo, mientras pasaba justo frente a una de ellas. Ella se tapó la cara, y él sonrió con picardía—. Perdón, señorita.
Se puso unos bóxers blancos, completamente ajeno a la incomodidad que provocaba. Las chicas estaban rojas como tomates, testigos involuntarias de todo el proceso.
Antes de irse, les guiñó un ojo.
—Si quieren seguir viendo este hermoso cuerpo, pasen a esta hora.
Y se fue riendo por el pasillo.
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Editado: 19.07.2025