Narrador omnisciente
El ruso salió de la habitación con un último vistazo lleno de desdén hacia Isabel, dejándola sola en el cuarto oscuro y maloliente. La puerta se cerró con un estruendoso golpe, sumiendo a Isabel en una soledad aún más profunda. El silencio que siguió era casi tan pesado como el dolor que sentía en su cuerpo.
Isabel estaba atada a una silla de metal fría y áspera, su vestido rojo estaba rasgado y cubierto de polvo, con manchas que daban testimonio de la brutalidad del ataque. Las costuras del elegante vestido, que antes destacaban por su diseño sofisticado, ahora estaban desgarradas, y la tela arrugada colgaba en jirones de su cuerpo. Su piel, antes radiante y cuidada, estaba marcada por moretones y cortes, el resultado de los golpes crueles y constantes.
Su rostro estaba enrojecido e hinchado, con hematomas extendiéndose por su mejilla y una profunda herida en la cabeza que palpitaba con cada latido. Sus labios, enrojecidos e hinchados, estaban partidos en varios lugares. La sensación de dolor era constante, y el zumbido en su cabeza la hacía sentir mareada y confusa.
El dolor no era solo físico. La angustia mental y emocional de ser capturada, torturada y separada de Angelo se mezclaba con la desesperanza y la impotencia de no saber cuándo, o si, él podría llegar a salvarla. La perspectiva de enfrentar más violencia a manos de ese hombre temible añadía una capa más de terror a su situación.
Isabel se recargo en el respaldo de la silla, su cuerpo adolorido se resistía a moverse, y sus pensamientos se enfocaban en cómo sobrevivir a esta pesadilla. Mientras el ruso se alejaba, sus palabras amenazadoras resonaban en su mente: la próxima vez que regresara no sería gentil. La amenaza dejada en el aire era tan fría y cruel como el hombre que se la había dirigido.
En medio del dolor y la desesperación, Isabel trató de centrarse en las palabras de Angelo, recordando su advertencia sobre cómo manejar situaciones extremas y las tácticas para sobrevivir. Su mente, a pesar del dolor, mantenía un rastro de claridad, aferrándose a la esperanza de que Angelo vendría a salvarla o, al menos, que encontraría una manera de escapar de esta situación por sí misma.
El tiempo parecía detenerse en esa habitación, cada segundo estirándose interminablemente mientras Isabel se sumergía en sus pensamientos y luchaba por mantener la calma. Las paredes parecían cerrarse a su alrededor, y el miedo a lo que vendría a continuación se apoderaba de ella con una intensidad creciente.
El ruso había dejado claro que no habría más piedad la próxima vez. Isabel sabía que debía prepararse para lo peor, y aunque su cuerpo estaba exhausto y su mente se tambaleaba en el borde del colapso, la determinación de sobrevivir y luchar por su libertad seguía siendo una llama ardiente en su interior.
Isabel Di Marco
El tiempo se estiraba de una manera casi surrealista en la habitación. Cada minuto parecía ser una eternidad, y las horas pasaban con una lentitud insoportable. Isabel, debilitada por la falta de comida y agua, y con la piel aún marcada por los golpes y moretones, estaba tumbada en una esquina del cuarto. La habitación olía a humedad y a descomposición, y el dolor en su cuerpo era un recordatorio constante de la brutalidad que había enfrentado.
El frío y el hambre se habían convertido en compañeros constantes. Cada movimiento era un esfuerzo doloroso, y el sudor frío recorría su frente mientras intentaba mantenerse consciente y alerta. La angustia y la desesperación la envolvían, pero en el fondo, aún había una chispa de determinación que se negaba a extinguirse.
De repente, la puerta se abrió con un chirrido metálico que hizo que Isabel se tensara. Un hombre alto y robusto, de aspecto imponente y con una expresión dura, entró en la habitación. No era el ruso, sino un secuaz, y su presencia era intimidante. Su rostro estaba parcialmente cubierto por una máscara negra que solo dejaba ver sus ojos fríos y calculadores.
Sin decir una palabra, el secuaz se acercó a Isabel y, con un brusco movimiento, comenzó a desatar las cuerdas que la mantenían atada. Cada deslizamiento de la cuerda era un alivio momentáneo, pero también una fuente de dolor, ya que la piel estaba irritada y marcada. Una vez liberada, el secuaz la agarró por el brazo y la arrojó a una esquina sucia de la habitación, donde ella cayó al suelo con un golpe sordo.
Isabel se quedó en la esquina, tratando de recuperar el aliento y procesar lo que estaba sucediendo. La debilidad que sentía era abrumadora, y su mente estaba nublada por el hambre y la sed. Los minutos parecían alargarse en horas, y el dolor de su cuerpo se mezclaba con la desesperación de su situación.
El secuaz salió de la habitación, dejando a Isabel sola una vez más. Las horas pasaron lentamente, con Isabel luchando por mantenerse despierta y consciente. La ausencia de comida y agua estaba haciendo estragos en su cuerpo, y la sensación de debilidad era cada vez más intensa.
Finalmente, la puerta se abrió nuevamente, y el ruso entró en la habitación con una presencia dominante. Su figura imponente se alzaba sobre Isabel, y su rostro mostraba una expresión de desaprobación y frialdad.
Isabel levantó la vista, sintiendo una mezcla de terror y desesperación al ver al hombre que la había torturado anteriormente. La mirada dura del ruso se posó sobre ella mientras se acercaba, y su presencia parecía llenar la habitación con una tensión palpable.
"Has tenido tiempo suficiente para reflexionar," dijo el ruso con un tono gélido y autoritario. "¿Has decidido hablar?"
Isabel, temblando de hambre y frío, apenas podía mantener la cabeza en alto. Su voz era un susurro débil, pero con seguridad cuando respondió: "No... no tengo nada que decir."
El ruso frunció el ceño y, sin decir más, se giró hacia sus secuaces, que se encontraban a la entrada de la habitación, esperando instrucciones. El ruso hizo un gesto imperceptible, y uno de los secuaces se acercó con una expresión de satisfacción cruel.
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Editado: 05.05.2025