Isabel Di Marco
Desperté nuevamente en la misma habitación lúgubre y maloliente, pero esta vez, el dolor era aún más intenso. El cuerpo me dolía en cada rincón, desde las costillas hasta los músculos magullados. La oscuridad del cuarto parecía envolverme, y el aire era denso, cargado con el hedor de descomposición y humedad. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que comí o bebí algo, que mi garganta estaba seca y mi estómago se retorcía de hambre.
Mis pensamientos estaban nublados, y cada vez que intentaba enfocarme, el dolor y el cansancio me hacían volver a perder la conciencia. Recorrí con la vista la habitación, tratando de evaluar la situación, pero todo me parecía borroso y distante. La madera crujía con cada movimiento, y el dolor en mi cuello era casi insoportable. El golpe que recibí en la cabeza me había dejado aturdida, y mis piernas estaban entumecidas.
El ruso no había vuelto aún, pero los secuaces que lo acompañaban estaban siempre cerca. Su presencia era constante, y su brutalidad inhumana. Había sentido el golpe en la cara, la dureza de los puños contra mi piel, y la crudeza de su ira. Todo esto había sido un torbellino de sensaciones que se mezclaban entre sí, y el tormento no parecía tener fin.
De repente, la puerta se abrió con un chirrido metálico y un hombre alto, de piel blanca y cabello negro, entró en la habitación. Su presencia era imponente, y el acento ruso que arrastraba sus palabras era tan áspero como su mirada. Era una figura que imponía respeto y miedo a partes iguales. Su expresión era cruel, y cada paso que daba parecía resonar en el silencio denso de la habitación.
—¿Ultima oportunidad, lista para hablar señorita? —dijo, su voz era un rugido gutural que resonaba en el cuarto.
No respondí. La intimidación y el dolor habían hecho que me volviera más decidida a mantener mi silencio, aunque eso significara enfrentar más torturas. El hombre no parecía dispuesto a ser paciente, y su enojo crecía con cada segundo que pasaba sin respuestas.
—Parece que no entiendes— dijo con frialdad y un acento ruso evidente—. Llamenle al Boevik. No tenemos tiempo para juegos.
Uno de los secuaces se acercó a mí, y pude ver en su rostro una expresión de malicia mientras se preparaba para seguir las órdenes del ruso. La preparación para el próximo ataque era evidente, y mi corazón se aceleró con el pánico.
Los golpes comenzaron de nuevo, y el dolor se volvió una ola implacable que me arrastraba bajo su peso. Los golpes eran imprecisos, brutales, y cada uno parecía querer romperme más que el anterior. Mi cuerpo ya estaba debilitado por la falta de comida y bebida, y los golpes se sentían como un tormento interminable. Cada golpe parecía perforar no solo mi piel, sino también mi espíritu.
Finalmente, el dolor se volvió demasiado intenso. Mis fuerzas me abandonaron, y mi visión se volvió borrosa mientras la conciencia se desvanecía. No pude soportar más. El último golpe me hizo perder el conocimiento, y el mundo se desvaneció en un negro absoluto.
Cuando volví a despertar, estaba en el suelo, en una posición incómoda y con la cabeza zumbando de dolor. Mi cuerpo estaba cubierto de moretones y cortaduras, y el malestar general era abrumador. La sensación de hambre y sed era casi insoportable, y la debilidad era un peso constante en cada movimiento que intentaba hacer.
El ruso había salido de la habitación después de observar todo, dejándome sola con mis pensamientos y mi sufrimiento. El tiempo se arrastraba lentamente, y la desesperación comenzaba a consumir cada pensamiento. Sin la certeza de qué pasaría a continuación, sentí que mi esperanza se desvanecía junto con la conciencia de mi situación. La única cosa que podía hacer era esperar en la oscuridad, aferrándome a cualquier pequeña chispa de esperanza que pudiera mantenerme en pie.
El dolor físico se mezclaba con el psicológico, y las horas parecían pasar como días. Cada minuto era una agonía, y el vacío en mi estómago se hacía sentir cada vez más fuerte. La lucha por sobrevivir se había convertido en una batalla constante contra el miedo y la desesperación, y en medio de todo esto, la imagen de Angelo y sus palabras llenaban mi mente, proporcionando el único consuelo en una pesadilla interminable.
Narrador omnisciente
Las horas parecían eternas en el oscuro cuarto, y mi cuerpo seguía sintiendo el dolor de los golpes y la debilidad de la falta de comida y bebida. El tiempo se arrastraba lentamente, y la espera se volvía cada vez más insoportable. De repente, la puerta se abrió nuevamente, y el hombre entró nuevamente con una presencia autoritaria que parecía eclipsar el ya opresivo ambiente de la habitación.
Su mirada era fría y calculadora mientras se acercaba a mí. Se detuvo a unos metros, observándome con una mezcla de desprecio y frustración. La palidez de su piel y su cabello negro creaban una imagen inquietante, y su acento ruso arrastraba cada palabra con una intensidad que se hacía casi palpable.
—¿Lista para hablar, señorita? —su voz era un susurro cargado de amenaza.
Isabel, aunque débil y asustada, sabía que no podía quedarse de brazos cruzados. Con un gesto casi imperceptible, le hizo una señal al secuaz para que se acercara, como si estuviera dispuesta a cooperar. El hombre, confiado en su control sobre la situación, se inclinó hacia ella, pensando que finalmente había quebrado su resistencia.
En ese momento, con las últimas fuerzas que le quedaban, Isabel recordó las palabras de Angelo y las lecciones de Lorenzo. "No se trata de pelear limpio, se trata de salir viva", le había dicho Lorenzo durante uno de sus entrenamientos. Con esa frase resonando en su mente, Isabel actuó. Con un movimiento rápido y preciso, golpeó al secuaz en la garganta, aprovechando su sorpresa y desequilibrio. El hombre cayó al suelo, tosiendo y agarrando su cuello, incapaz de reaccionar a tiempo.
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Editado: 05.05.2025