Narrador omnisciente
La búsqueda de Angelo se volvió una tormenta de frustración y furia. A pesar de los recursos ilimitados que tenía a su disposición, el rastreador que había confiado le daría una pista sobre el paradero de Isabel no arrojaba más que silencio. La señal se había desvanecido por completo, como si el dispositivo hubiera sido destruido o enterrado tan profundamente que ni siquiera la tecnología más avanzada podía detectarlo. Los equipos de búsqueda, dispersos por la ciudad, no encontraban rastros de ella. Era como si Isabel se hubiera esfumado en el aire.
—No puede ser —murmuró Angelo, apretando los puños mientras recorría la sala de control de la mansión, llena de pantallas y mapas—. Alguien sabe algo. Alguien tiene que saber algo.
Pero nadie hablaba. Los informes que llegaban eran siempre los mismos: nada. Nada en los callejones, nada en los muelles, nada en los edificios abandonados. La ciudad, vasta y laberíntica, parecía haberse tragado a Isabel y a Sergei sin dejar rastro. Angelo sentía que el tiempo se le escapaba de las manos, y cada minuto que pasaba sin noticias era una tortura.
Mientras tanto, en las profundidades de la ciudad, en un lugar que ni los mapas más detallados registraban, Isabel yacía inconsciente en una habitación fría y húmeda. Las paredes de concreto rezumaban humedad, y el único sonido era el goteo constante de agua en algún rincón oscuro. Estaba tendida sobre una mesa metálica, las manos atadas con correas de cuero, el vestido de graduación rasgado y manchado de sangre. Su respiración era superficial, y el dolor de la herida de bala en su pierna la mantenía al borde de la consciencia.
De repente, un ruido metálico la sacó de su letargo. La puerta de la habitación se abrió con un chirrido, y la luz tenue de un pasillo iluminó nuevamente la figura de un hombre alto y robusto. Era el … el “boevik” de pelo blanco y ojos grises, su rostro iluminado por una sonrisa fría y calculadora. Llevaba un traje impecable, pero sus ojos reflejaban una crueldad que helaba la sangre.
—Ah, la pequeña Isabel —dijo en un tono burlón, acercándose lentamente—. Qué pena que hayas terminado aquí. Pero, bueno, a veces el destino es cruel.
Isabel intentó hablar, pero solo logró emitir un gemido débil. El dolor en su pierna era insoportable, y la sensación de impotencia la consumía. El ruso se detuvo a su lado, observándola con una mezcla de curiosidad y desprecio.
—No te preocupes —continuó él, deslizando un dedo por su mejilla—. Esto no es personal. Es solo mi venganza. Angelo debería haberlo sabido. Debería haber sido más cuidadoso.
Isabel intentó apartarse, pero las correas la mantenían inmóvil. El ruso sonrió de nuevo, y entonces, sin previo aviso, clavó sus dedos en la herida de bala de su pierna. Un grito desgarrador escapó de los labios de Isabel, y las lágrimas brotaron de sus ojos mientras el dolor la consumía.
Pero ella no suplicó. Apretó los dientes con fuerza, tratando de no darle el placer de verla quebrarse por completo. Su mirada, aunque llena de dolor, no se apartó de la del ruso. Él, por su parte, parecía disfrutar de su resistencia, como si fuera un juego.
—Eres fuerte —murmuró, retirando sus dedos lentamente—. Pero no importa cuánto aguantes. Esto es solo el principio. Angelo pensó que podía jugar conmigo, pero ahora verá lo que significa cruzarse conmigo. Y tú, querida, eres el mensaje perfecto.
Isabel cerró los ojos, tratando de bloquear el dolor, pero era imposible. El ruso continuó torturándola, disfrutando cada gemido, cada lágrima. Sabía que su sufrimiento llegaría a oídos de Angelo, y eso era exactamente lo que quería.
Mientras tanto, en la superficie, Angelo seguía sin respuestas. Sus hombres habían rastreado cada lugar posible, pero el ruso era un fantasma. No había rastros de él, ni de sus secuaces. La frustración de Angelo crecía con cada minuto que pasaba, y la impotencia lo consumía.
—No podemos rendirnos —dijo a Lorenzo, mientras revisaban los últimos informes—. Isabel está ahí fuera, en algún lugar. Y ese cobarde no se esconderá para siempre.
Pero en el fondo, Angelo sabía que el tiempo se estaba agotando. Y mientras tanto, en las profundidades de la ciudad, Isabel luchaba por mantenerse con vida, atrapada en una pesadilla de la que no podía despertar, pasando lo que ella creía eran días.
Isabel Di Marco
—Llévenla afuera— ordenó el ruso con un gesto impaciente—. Creo que es hora de cambiar de escenario.
Los secuaces me agarraron con manos firmes y sin piedad, y la brusquedad con la que me trataron hizo que un grito de dolor escapara de mis labios. Sentí el frío del suelo bajo mí mientras me arrastraban hacia la salida, y el ambiente del cuarto se alejaba lentamente. Mi mente estaba nublada y apenas podía entender lo que estaba ocurriendo.
Cuando salimos al exterior, el contraste entre el frío aire nocturno y el calor sofocante del cuarto de tortura fue un alivio momentáneo. La oscuridad del bosque estatal de Harriman se extendía frente a mí. Era un lugar que conocía bien, un sitio que había explorado de niña con mi grupo de exploradores. Recorríamos sus senderos y nos maravillábamos con la naturaleza durante nuestros viajes mensuales.
El bosque estaba lleno de árboles altos que se alzaban como guardianes silentes y el sonido de la noche era un murmullo constante de hojas y animales nocturnos. Sin embargo, en lugar de sentirme aliviada por conocer el terreno, la familiaridad del lugar solo aumentaba mi terror. La posibilidad de enfrentar lo desconocido en un lugar que solía ser mi refugio infantil era aterradora.
Uno de los secuaces me arrastró con una rudeza implacable mientras yo intentaba mantenerme consciente y alerta. Cada paso era una agonía, y mi debilidad me hacía sentir más vulnerable. A pesar de mi conocimiento del bosque, el dolor y el miedo me nublaban la mente.
Finalmente, llegamos a una pequeña área despejada cerca del borde del bosque. El ruso se acercó, y con una expresión que no dejaba lugar a dudas, se preparó para lo que tenía planeado. Los secuaces se detuvieron y me dejaron caer al suelo con una brusquedad que me hizo soltar un gemido de dolor.
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Editado: 05.05.2025