Crown of darkness

Quarantacinque.

Angelo sonrió, y juntos nos adentramos de nuevo en la multitud. La noche continuó con más conversaciones estratégicas, más sonrisas calculadas y más oportunidades para ganar aliados. Aunque la sensación de ser observada no desapareció por completo, me negué a dejar que me controlara. Esta noche era demasiado importante, y con Angelo a mi lado, sabía que podía enfrentar cualquier cosa.

Sin embargo, después de un rato, Angelo se separó de mí para hablar con un grupo de políticos influyentes cerca del bar. Me quedé sola por un momento, pero no por mucho tiempo. Lorenzo, que había estado vigilándome desde la distancia, se acercó discretamente.

—Isabel —dijo en voz baja, manteniendo una expresión neutral—, todo está bajo control. No te preocupes, estoy aquí.

Asentí, agradeciendo su presencia silenciosa pero constante. Sabía que Lorenzo no me perdería de vista, y eso me daba un poco de tranquilidad. Aun así, la sensación de que alguien me observaba no desaparecía. Traté de ignorarla, concentrándome en las conversaciones y en las oportunidades que se presentaban.

Después de un rato, decidí que necesitaba un momento para respirar. La habitación estaba llena de gente, y el ruido de las conversaciones y la música comenzaba a abrumarme. Me dirigí hacia el tocador, un espacio tranquilo y bien iluminado al final de un pasillo. Al entrar, me aseguré de que la puerta estuviera cerrada detrás de mí.

Me miré en el espejo, tratando de calmarme. El vestido rojo vino me hacía ver hermosa, pero en ese momento, solo me sentía vulnerable. Respiré profundamente, recordando las palabras de Angelo: *Eres capaz de cualquier cosa. Tenía que creerlo, aunque fuera difícil.

Justo cuando comenzaba a relajarme, escuché un golpe suave en la puerta. Me quedé quieta, mirando hacia la puerta con los ojos bien abiertos. No había nadie más en el tocador, y no esperaba que alguien viniera a buscarme.

—¿Quién es? —pregunté, tratando de mantener la calma.

No hubo respuesta, pero un segundo después, algo se deslizó por debajo de la puerta. Era un teléfono viejo, de esos que no tienen pantalla táctil, solo un teclado numérico. Lo miré fijamente, sintiendo cómo el miedo comenzaba a apoderarse de mí.

El teléfono comenzó a sonar, y el timbre agudo resonó en el pequeño espacio. Mi corazón latía con fuerza, y mis manos temblaban mientras lo tomaba. Sabía que no debía responder, pero algo en mí no podía evitarlo.

—¿Hola? —dije, con una voz que apenas lograba mantener firme.

—Isabel —escuché al otro lado de la línea, y mi sangre se heló. Era una voz que conocía demasiado bien, una voz que había estado en mis pesadillas desde aquel día. Era el ruso.

—Te ves hermosa esta noche —dijo, con un tono burlón que me hizo estremecer—. Ese vestido te queda perfecto. Aunque, claro, no es tan impresionante como cuando te vi por última vez... tan vulnerable, tan rota.

Sentí cómo el aire se escapaba de mis pulmones. No podía hablar, no podía moverme. Solo podía escuchar su voz, llena de crueldad y satisfacción.

—No pienses que te he olvidado, Isabel —continuó—. Te tengo vigilada. Cada paso que das, cada palabra que dices... lo sé todo. Y esta noche, aunque estés rodeada de gente, estás sola. Nadie puede protegerte de mí.

Las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas, pero no podía hacer nada para detenerlas. El teléfono se me resbaló de las manos, cayendo al suelo con un golpe seco. Me apoyé contra el lavabo, sintiendo cómo el pánico se apoderaba de mí. Mis manos temblaban, y mi respiración se volvió entrecortada y superficial.

—No, no, no —murmuré para mí misma, tratando de calmarme—. Esto no está pasando. No puede estar pasando.

Pero lo estaba. El ruso estaba ahí, en algún lugar, vigilándome. Y no había escapatoria. Sentí cómo las paredes del tocador se cerraban a mi alrededor, y el sonido de mi propia respiración se volvió ensordecedor.

En ese momento, la puerta se abrió bruscamente, y Lorenzo entró. Sus ojos se llenaron de preocupación cuando me vio, apoyada contra el lavabo, luchando por respirar. Mi rostro estaba pálido, las lágrimas corrían sin control, y mis manos temblaban como hojas en una tormenta. El teléfono yacía en el suelo, su pantalla rota después de que lo había arrojado contra el espejo en un intento desesperado por silenciar la voz del ruso que aún resonaba en mi mente.

—Isabel —dijo Lorenzo, acercándose rápidamente—, ¿qué pasó? ¿Qué te hicieron?

No podía hablar. Las palabras se atascaban en mi garganta, ahogadas por el pánico que me consumía. Solo señalé el teléfono en el suelo, mientras mi respiración se volvía cada vez más entrecortada. Lorenzo lo recogió, examinándolo con una mirada fría y calculadora, pero no dijo nada. Sabía que no había tiempo para preguntas.

—Él... él está aquí —logré balbucear, con una voz que apenas era un susurro—. Me llamó. Dijo que me está vigilando. Que sabe todo lo que hago.

Lorenzo frunció el ceño, pero no pareció sorprendido. Su expresión se endureció, y pude ver cómo su mente comenzaba a trabajar, evaluando la situación.

—Isabel, escúchame —dijo, tomándome suavemente por los hombros—. Estás a salvo. Estoy aquí, y no voy a dejar que nadie te haga daño. Pero necesito que te calmes. Respira conmigo, ¿de acuerdo? Inspira... y exhala.

Traté de seguir sus instrucciones, pero el pánico no me lo permitía. Cada inhalación era un esfuerzo, y cada exhalación se convertía en un sollozo. Sentía que el suelo se movía bajo mis pies, como si el mundo entero estuviera girando a mi alrededor. Las paredes del tocador parecían cerrarse, y el sonido de mi propia respiración se volvió ensordecedor.

—No puedo —gemí, apretando los puños con fuerza—. No puedo hacer esto. Él está aquí, Lorenzo. No puedo... no puedo...

Mis palabras se convirtieron en un murmullo incoherente, y las lágrimas volvieron a brotar. Me sentía atrapada, como si el ruso estuviera justo detrás de mí, esperando el momento perfecto para atacar. Sabía que era irracional, pero el miedo era más fuerte que la lógica.




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