Angelo Di Marco
Todo iba bien. La fiesta estaba resultando mejor de lo que esperaba, y gran parte de eso se lo debía a Isabel. Su presencia, su inteligencia y su capacidad para conectar con las personas habían sido clave para ganar la confianza de varios de los invitados más influyentes. Cada vez que la veía interactuar con alguien, sentía un orgullo inmenso. Ella no solo era mi esposa; era mi aliada, mi socia en esto. Y juntos, estábamos reconstruyendo lo que el ruso había intentado destruir.
Pero entonces, en algún momento, la perdí de vista. No me preocupé demasiado al principio; sabía que Lorenzo estaba cerca, vigilándola discretamente. Él nunca la perdía de vista, y eso me daba cierta tranquilidad. Además, Isabel era fuerte. Había pasado por mucho, pero siempre encontraba la manera de mantenerse en pie. Confiaba en ella.
Sin embargo, a medida que pasaban los minutos y no la veía por ningún lado, una inquietud comenzó a crecer en mi pecho. Miré a mi alrededor, escudriñando la multitud en busca de su vestido rojo vino, pero no la encontré. La música y las risas de la fiesta seguían sonando a mi alrededor, pero yo ya no estaba presente. Mi mente estaba en otra parte, preocupada por ella.
Finalmente, no pude esperar más. Saqué mi teléfono y marqué el número de Lorenzo. Él contestó al primer tono, como siempre.
—¿Dónde está Isabel? —pregunté, sin preámbulos.
Hubo un breve silencio al otro lado de la línea, y luego la voz de Lorenzo, grave pero calmada, respondió:
—Está bien, señor. Ya está en la mansión. Algo pasó en la fiesta, y me pidió llevarla de regreso. Ahora voy por usted.
Sentí cómo el aire se escapaba de mis pulmones. No necesitaba más explicaciones. Sabía que cuando Lorenzo hablaba así, era porque algo grave había ocurrido.
—¿Qué pasó? —pregunté, tratando de mantener la calma, aunque mi voz sonaba más tensa de lo que hubiera querido.
—No es seguro hablar por teléfono —respondió Lorenzo—. Lo veo afuera. Le explico todo en el camino.
Colgué el teléfono y me dirigí rápidamente hacia la salida, evitando llamar la atención. Mi mente daba vueltas, imaginando mil escenarios posibles. ¿Había pasado algo con el ruso? ¿Alguien la había amenazado? No podía evitar sentir una mezcla de rabia y preocupación. Isabel era lo más importante para mí, y si alguien se había atrevido a tocarla...
Cuando salí al estacionamiento, vi a Lorenzo esperándome junto a una de las camionetas blindadas. Su expresión era seria, pero no mostraba signos de pánico. Eso me tranquilizó un poco, aunque no lo suficiente.
Me subí al asiento del pasajero, y Lorenzo arrancó el motor. El viaje de regreso a la mansión fue tenso y silencioso al principio, pero finalmente, Lorenzo rompió el silencia.
—Alguien le pasó un teléfono en el tocador —dijo, sin apartar la vista de la carretera—. Era el ruso. Le dijo que la está vigilando, que sabe todo lo que hace.
Sentí cómo la rabia hervía dentro de mí, pero me contuve. No podía perder el control, no ahora. Isabel necesitaba que estuviera fuerte.
—¿Cómo es posible? —pregunté, apretando los puños—. ¿Cómo llegó hasta ahí?
—No lo sé —respondió Lorenzo, frunciendo el ceño—. Pero es obvio que tiene gente dentro. No podemos subestimar su alcance.
Asentí, sintiendo cómo el peso de la situación caía sobre mis hombros. Sabía que el ruso no se detendría, pero no esperaba que actuara tan rápido. Y lo peor era que había logrado llegar a Isabel, justo cuando comenzaba a sentirse segura de nuevo.
—¿Cómo está ella? —pregunté, tratando de mantener la calma.
—Asustada —respondió Lorenzo, con un tono que denotaba preocupación—. Pero está a salvo. La llevé directamente a la mansión y se fue a su habitación. Dijo que necesitaba estar sola.
No dije nada más. Sabía que Isabel necesitaba espacio, pero también sabía que no podía dejarla sola por mucho tiempo. Tenía que estar ahí para ella, sin importar lo que pasara.
Cuando llegamos a la mansión, Lorenzo se quedó afuera para asegurarse de que todo estuviera bajo control. Subí las escaleras rápidamente, sintiendo cómo la preocupación se apoderaba de mí con cada paso que daba. Cuando llegué a nuestra habitación, la puerta estaba cerrada, pero no la golpeé. En lugar de eso, me apoyé contra la pared, respirando profundamente antes de entrar.
Cuando abrí la puerta de la habitación, el vacío me golpeó como un puño en el pecho. La cama estaba impecable, las sábanas tan estiradas que parecían talladas en mármol, como si nadie hubiera respirado allí en años. El aire era pesado, cargado de un silencio que se aferraba a las paredes, solo interrumpido por el sonido lejano del agua corriendo en el baño. Mis ojos recorrieron cada rincón, buscando algún indicio de Isabel, pero no había nada. Solo el eco de su ausencia. Una frialdad repentina se apoderó de mi cuerpo, y el corazón me latió con fuerza, como si intentara escapar de mi propio pecho. ¿Dónde estaba ella?
El sonido del agua me guio hacia el baño. Cada paso que daba resonaba en el suelo, pero lo ahogaba con cuidado, como si pisara sobre cristales. La puerta del baño estaba cerrada, y al acercarme, noté sollozos silenciados por el sonido del agua cayendo. Apoyé la palma de mi mano en la superficie fría de la madera, sintiendo la humedad que se filtraba por los bordes. Respiré hondo, pero el aire no calmó el nudo en mi garganta.
—Mi principessa—llamé, con una voz que intentaba ser calmada pero quebrada por la urgencia—. Soy yo. Estoy aquí.
No hubo respuesta. Solo el agua, cayendo con una constancia que sonaba casi cruel, como si intentara borrar algo que no podía ser limpiado. Pero entonces, entre el ruido, lo escuché nuevamente: un sollozo ahogado, tan leve que casi se perdía en el sonido del agua. Mi cuerpo se tensó aún más, y una oleada de angustia me recorrió. Ella estaba ahí, al otro lado, luchando contra algo que yo no podía ver.
Golpeé la puerta con suavidad, como si temiera romperla.
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Editado: 05.05.2025