Crown of darkness

Cinquanta.

Angelo Di Marco

El avión aterrizó en el aeropuerto de Roma con un suave balanceo, señalando el inicio de una misión crucial. La emoción de aterrizar en una ciudad tan histórica y vibrante estaba opacada por la preocupación constante que me acompañaba desde mi partida de Nueva York. Desde el momento en que me embarqué en el jet privado, mi mente había estado atrapada en un torbellino de estrategias, preocupaciones y la firme intención de cerrar un trato de vital importancia. El peso de la responsabilidad me había seguido en cada vuelo, en cada reunión, en cada conversación. Mi ausencia había sido una carga, no solo para mí sino también para Isabel, quien se había convertido en el pilar de nuestro imperio mientras yo estaba lejos.

El aire romano me recibió con un calor denso que contrastaba con el fresco aire neoyorquino. Los aromas mezclados de café recién hecho y pan crujiente flotaban en el aire, evocando una sensación de hogar en un lugar tan lejano. Me dirigí a la sala VIP del aeropuerto, un refugio de tranquilidad en medio del bullicio. Allí, un contacto local me esperaba. Había trabajado con él en numerosas ocasiones y nuestra relación se había forjado a lo largo de los años, construida sobre la confianza y la eficiencia. Esta vez, nuestra tarea era aún más crítica: negociar un acuerdo con un grupo de inversores italianos que no solo estaban interesados en financiar nuestros negocios, sino también en respaldarnos en la expansión de nuestra influencia en Europa.

Mientras preparaba meticulosamente la documentación para la reunión de esa tarde, recibí un mensaje de Lorenzo. La notificación en mi teléfono rompió brevemente la concentración que me había mantenido inmóvil durante horas. El mensaje era una luz en medio de la tormenta de mi preocupación.

“Señor Di Marco, la señora Di Marco ha demostrado una eficacia sorprendente. La reunión con los aliados ha sido un éxito rotundo. Todos la respetan y la consideran una líder capaz.”

Las palabras de Lorenzo me llenaron de orgullo y alivio. La admiración por Isabel creció en mi pecho con una intensidad que solo la distancia puede provocar. Ella había demostrado ser una roca sólida, manejando el imperio con una gracia y determinación que superaron mis expectativas. No había duda de que mi decisión de confiarle las riendas del imperio mientras yo estaba en Italia había sido la correcta. La distancia física solo había servido para fortalecer mis sentimientos hacia ella y mi reconocimiento de su capacidad. Cada día sin ella me había hecho apreciar aún más su presencia, la manera en que completa mi vida y mi visión.

La mañana siguiente, mientras me preparaba para la reunión en la oficina de uno de nuestros socios italianos, la realidad de la importancia del encuentro se asentó sobre mis hombros. El edificio donde se llevaría a cabo la reunión era una joya arquitectónica en sí mismo: una combinación impresionante de mármol blanco pulido y vidrio moderno, ofreciendo una vista panorámica de los exuberantes jardines que rodeaban el complejo. La elegancia y el prestigio del lugar reflejaban el calibre del trato que estábamos a punto de cerrar.

Durante la tarde, las horas se deslizaron mientras negociaba los términos del acuerdo con los inversores. Cada momento estaba cargado de tensión, cada palabra contada se sentía como un pequeño paso hacia el objetivo final. Los inversores, como era de esperar, buscaban garantías sólidas. Querían pruebas de que nuestro imperio no solo estaba bien gestionado, sino que estaba listo para manejar la considerable inversión que estaban dispuestos a realizar. Mi misión era asegurarles que estábamos en una posición de fuerza, una posición que, gracias al trabajo de Isabel en Nueva York, estaba respaldada por un sólido desempeño y una visión clara para el futuro.

Esa noche, después de cerrar el trato y asegurar una inversión significativa, me permitió relajarse en un lujoso restaurante romano. El ambiente era sofisticado y el menú, exquisito. Aunque el esplendor del lugar era impresionante, mi mente seguía centrada en Nueva York. Isabel, en el corazón de nuestras operaciones, estaba manejando cada desafío con una habilidad y determinación que solo podía admirar desde lejos. Cada mensaje de Lorenzo que me llegaba, cada detalle sobre el éxito de Isabel, solo reforzaba mi deseo de regresar a su lado.

Las horas de conversaciones y estrategias me llevaron a reflexionar profundamente sobre mi vida en Manhattan. Mientras celebraba el éxito del día en Roma, no podía dejar de pensar en Isabel, en cómo había manejado todo y en cómo había superado mis expectativas. La distancia había intensificado mi reconocimiento de su valor y mi amor por ella. Al mirar a mi alrededor, en medio de la celebración y el lujo, no podía evitar desear estar en casa, en la intimidad de nuestra vida juntos, donde cada día con ella era un recordatorio de lo que realmente importaba.

Justo cuando estaba a punto de abordar mi jet privado para regresar a casa, el día había estado cargado de promesas y éxitos, el peso de mi agenda parecía ligero comparado con el alivio de cerrar un trato crucial en Italia. La brisa nocturna y el suave zumbido del aeropuerto me dieron la bienvenida con una sensación de calma momentánea. Había estado deseando este momento, el de regresar a casa y reunirme con Isabel, especialmente después de una serie de días frenéticos de negociaciones y estrategia.

Sin embargo, mi momento de paz fue interrumpido abruptamente por la notificación de un mensaje en mi teléfono. La pantalla parpadeó con la llegada de un nuevo mensaje de un número desconocido. La notificación era simple, pero el contenido no lo era en absoluto. Mi corazón se detuvo por un instante mientras mi vista se fijaba en la foto que adjuntaba el mensaje. Era una imagen de Isabel, tomada desde una distancia considerable, mostrando su figura en lo que parecía ser la oficina en Manhattan. La foto capturaba una parte de la oficina que reconocí al instante: los muebles, la iluminación, todo era familiar.




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