Crown of darkness

Cinquantacinque.

El sótano estaba frío y oscuro, la única luz provenía de una bombilla desnuda que colgaba del techo, balanceándose ligeramente y proyectando sombras inquietantes en las paredes de concreto. Sergei estaba sentado en una silla, las manos atadas a la espalda, pero su postura era firme, casi desafiante. Su rostro estaba magullado, sangre seca en la comisura de sus labios, pero sus ojos seguían brillando con esa inteligencia fría que siempre lo había caracterizado.

—Angelo —dijo, alzando la mirada hacia mí—. Sabía que vendrías.

—Sergei —respondí, deteniéndome a unos metros de él—. Has causado demasiados problemas. Y ahora vas a pagar por ello.

Él sonrió, un gesto frío que no llegaba a sus ojos.
—Problemas son solo oportunidades disfrazadas, ¿no lo crees?

—No estoy de humor para juegos —dije, avanzando un paso más—. Sabes por qué estás aquí. Habla, y tal vez te ahorres más sufrimiento.

—¿Sufrimiento? —se rió, un sonido seco y carente de humor—. Angelo, no tienes idea de lo que es el verdadero sufrimiento.

Eso fue suficiente. La ira que había estado conteniendo estalló. Di un paso al frente y lo golpeé con todas mis fuerzas, mi puño conectando con su mandíbula. Su cabeza se sacudió hacia un lado, pero no emitió un sonido. Solo se enderezó lentamente, escupiendo sangre al suelo.

—¡Habla, maldito sea! —grité, golpeándolo de nuevo, esta vez en el estómago.

Sergei se dobló hacia adelante, tosiendo, pero aún no decía nada. Lo agarré por el cuello de la camisa y lo levanté, acercando mi rostro al suyo.

—¡Dime lo que sé que estás ocultando! —rugí, sacudiéndolo.

Él solo sonrió, un gesto torcido y sangriento.
—¿Qué te hace pensar que tengo algo que decirte?

Eso me enfureció aún más. Lo solté y lo golpeé de nuevo, una y otra vez, hasta que mis nudillos estaban magullados y su rostro era un desastre de moretones y sangre. Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, Sergei dejó escapar un gemido débil.

—Basta... —murmuró, su voz apenas audible.

—Entonces habla —dije, respirando con dificultad—. O te aseguraré de que esto sea solo el comienzo.

Sergei levantó la cabeza con esfuerzo, sus ojos hinchados pero aún llenos de esa astucia que lo hacía tan peligroso.
—Está bien... está bien, Angelo. Te lo diré. Pero no porque me hayas vencido. Sino porque ya no importa.

—¿Qué quieres decir? —pregunté, apretando los puños.

—Viktor y yo... estábamos detrás de todo —confesó, su voz débil pero clara—. Yo puse la bomba en el almacén. Fui yo quien planeó todo para que explotara justo cuando tú llegaras. Y Viktor... él llevó a cabo el secuestro de Principessa. Todo era un negocio. Lo hicimos juntos.

Sentí cómo el aire se escapaba de mis pulmones. Sabía que habían estado involucrados, pero escucharlo directamente de su boca, con esa frialdad, me hizo hervir la sangre.

—¿Por qué? —pregunté, tratando de mantener la calma—. ¿Por qué hicieron eso?

—Porque era necesario —respondió Sergei, escupiendo más sangre—. Era parte del plan. Alguien más nos pagó por hacerlo. Alguien que ni siquiera nosotros conocemos del todo. Nos usaron, Angelo. Nos manipularon desde el principio.

—¿Quién? —pregunté, inclinándome hacia él—. ¿Quién está detrás de esto?

—No lo sé —respondió Sergei, su voz cada vez más débil—. Solo sé que hay alguien más, alguien que mueve los hilos desde las sombras. Y cuando caiga el dominó, no habrá nada que puedas hacer para proteger a aquellos que amas.

—No me importa quién sea —dije, mirándolo directamente a los ojos—. Los enfrentaré a todos si es necesario. Pero tú no serás parte de eso.

Él sostuvo mi mirada por un momento, y por primera vez, vi algo en sus ojos que no había visto antes. No era miedo, no exactamente. Era algo más sutil, más profundo. Algo que se parecía demasiado a la resignación.

—Entonces hazlo —dijo finalmente, reclinándose en la silla—. Pero recuerda mis palabras, Angelo. Esto no terminará conmigo. Ni con Viktor. Hay fuerzas en movimiento que ni siquiera tú puedes controlar.

No dije nada más. En su lugar, saqué el arma que llevaba en la cintura y la apunté directamente a su cabeza. Mis dedos se cerraron alrededor del gatillo, y por un momento, todo pareció detenerse. Pero en ese instante, una sola imagen cruzó mi mente: mi Principessa. Su rostro, su sonrisa, su luz. Y supe que, sin importar lo que sucediera después, todo lo que hacía, lo hacía por ella.

El sonido del disparo resonó en el sótano, y Sergei cayó a la silla, sin vida. Me quedé allí por un momento, mirando su cuerpo, sintiendo el peso de lo que acababa de hacer. Sabía que esto no sería el final, que habría consecuencias, pero por ahora, al menos, ella estaría a salvo.

Subí las escaleras y salí al exterior, donde Lorenzo y mis hombres me esperaban.
—Está hecho —dije, sin mirar a nadie a los ojos—. Asegúrense de que el cuerpo sea eliminado. No quiero rastros.

—Entendido, Señor —respondió Marco, aunque su tono dejaba claro que no estaba del todo cómodo con lo que había sucedido.

Me subí al auto y cerré los ojos, sintiendo cómo la adrenalina comenzaba a desaparecer. Sabía que lo que había hecho no era algo de lo que pudiera estar orgulloso, pero en este mundo, a veces no había lugar para la moralidad. A veces, solo había que hacer lo que era necesario.

—De vuelta a la mansión —dije, mirando por la ventana—. Tengo que asegurarme de que ella esté bien.

Lorenzo asintió y puso el auto en marcha. Mientras nos alejábamos, no pude evitar pensar en las palabras de Sergei. "Yo puse la bomba. Viktor llevó a cabo el secuestro." Sabía que tenía razón, que esto era solo el comienzo de algo más grande, más peligroso. Pero por ahora, lo único que importaba era que mi Principessa estaba a salvo. Y mientras ella lo estuviera, yo estaría dispuesto a hacer lo que fuera necesario.

El sol comenzaba a ocultarse en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y morados. La mansión, normalmente un refugio de calma, ahora parecía estar sumida en una tensión palpable. Cada paso que daba por los pasillos resonaba como un eco de las decisiones que había tomado, de las vidas que había arrancado. Mis nudillos aún dolían, las heridas abiertas y la sangre seca eran un recordatorio constante de lo que había hecho en el sótano. Pero no me arrepentía. No podía permitirme ese lujo.




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