A los siete años, el sol de Venezuela se apagó para mí cuando subimos a un avión con destino a Estados Unidos. Cuatro años después, el frío de la traición de mi padre nos empujó aún más lejos, hasta las entrañas de Rusia. A mis veinticuatro años, he aprendido que en este país el calor no se encuentra en el clima, sino en la fuerza de los que amamos.
No somos millonarios, pero tenemos un techo bajo el que resguardarnos y comida en la mesa. Mis metas han sido muros de contención contra la desesperación: ser la mejor pediatra neonatal, sacar a mi madre y a Erickson de la sombra de la pobreza, y, sobre todo, no desperdiciar mi vida por un hombre. He sido la columna vertebral de esta familia, la hermana mayor que nunca flaquea.
Hasta que apareció él.
Nathaniel Joseph Volkov. Un hombre que esconde cuchillos detrás de una sonrisa constante y que parece disfrutar haciendo estupideces solo para ver quién cae en su trampa. Pero cuando el apellido Volkov sale a la luz, el payaso desaparece y surge el monstruo.
Mi casa, con sus grandes ventanales y su estructura abierta, siempre fue mi refugio. Ahora, bajo la mirada de Nathaniel, se siente como una pecera. Él dice que es demasiado fácil entrar si alguien se lo propone. Y tiene razón. Porque sin pedir permiso, él ya entró en mi vida, en mis secretos y, muy a mi pesar, en mis pensamientos.
Se ha colado en los rincones de mi mente donde antes solo habitaba mi carrera y mi familia. Su presencia es un ruido constante que no me deja dormir, una mezcla de indignación por sus besos robados y terror por la red que ha tejido a mi alrededor. Cada vez que cierro los ojos, siento la presión de su mano en mi cintura y el eco de sus promesas oscuras. Me ha robado la paz, convirtiendo mi santuario en un escenario donde él siempre tiene el papel principal y yo... yo solo trato de no asfixiarme con el humo de su arrogancia.
El juego ha comenzado, y aunque él cree que tiene todas las piezas, yo no llegué desde el trópico hasta el hielo para ser un simple peón.