Cruzando barreras

• Amistad •

—Edward—

Por un largo tiempo, Edward se quedó ahí, sentado, con las rodillas pegadas a su pecho frente a una puerta de cristal, esperando bajo el frío de la cálida noche mientras cubría parte de su rostro en señal de vergüenza.

El chico no se encontraba nada bien, su estabilidad mental no era lo suficientemente apropiada, no sabía en qué pensar o la manera en la que debería de actuar. Suspiró, echando la cabeza hacia atrás, luego de que golpeara a Matthew y lo dejara tendido en el suelo, con el rostro amoratado e inconsciente, tomó un par de billetes de su pantalón y se marchó de ahí a toda velocidad y sin mirar hacia atrás al tiempo en se sacudía una y otra vez su puño derecho; sus nudillos estaban destrozados y su piel desgarrada. Su “amigo” —si es que aún podía llamarlo de esa manera—, había conseguido esquivar un par de golpes y como resultado, Edward se había lastimado contra el muro, dejando algunas grietas en el concreto. 

—Tsk… —Se quejó por lo alto mientras escupía un poco de su saliva enrojecida sin pensar en nada más que el dolor de su cuerpo, después se paró el cuello de la chaqueta, se cubrió y continúo caminando bajo la espesa lluvia. 

Había sido realmente estúpido, Edward en realidad no había querido golpearlo pero las circunstancias lo habían obligado. El hombre estaba cansado de que en muy poco tiempo las cosas le hubieran salido bastante mal, su felicidad del día anterior no le había durado más que un par de horas, y ahora todo se había complicado.

Se mordió los labios y se abrazó así mismo conteniendo el dolor en sus costillas, tenía frío, hambre y sueño; estaba cansado y uno de sus ojos apenas podía mantenerse abierto por culpa de la inflamación. La gente a su alrededor lo miraba, unos lo compadecían mientras que otros trataban de evitarlo.

Su apariencia era deplorable, jamás en sus más de veinticinco años había lucido así. Rodó los ojos e intentó ignorarlos, sin embargo, su vista se clavó en una mujer de mediana edad que estaba parada bajo un pequeño tejado, su mirada llena de indulgencia casi le hizo detestarla.

Edward comenzaba a odiar aquellos ojos arrugados, pero ya no se enfrentaría a otra persona; estaba cansado de discutir, de pelear. De ser el hombre que perdía a cada rato.

Necesitaba al menos una victoria.

Torció un marcado gesto en sus labios y siguió caminando, en recto, hasta llegar a la base de un taxi.

—Por favor, lléveme a las afueras de la ciudad… —Le indicó al taxista con una voz fatigada. Se recargo en el asiento trasero y suspiró con el rostro elevado hacia techo. Le costaba trabajo mantener una respiración uniforme—. Hacia el norte —espetó cuando notó que no había ningún movimiento—. Le pagaré bien. 

El chofer no dijo nada luego de que Edward le ofreciera el pago de dos viajes largos, aunque le pareció un poco extraño la ubicación. En aquel sitio no había casi nada, era un lugar solitario donde muy pocas personas habitaban, aún así, arrancó el auto y lo llevó directo hacia donde su cliente quería.

Entre tanto, Edward dejó caer la cabeza en el cristal, cerró los ojos e intentó desconectarse del mundo, pero de pronto la voz y la imagen de Lara en su cabeza gritando un solo nombre lo despertó.

Pronto, saltó en su lugar, se tocó el rostro y el pecho y luego comenzó a jadear con los ojos abiertos de una forma muy escandalosa.

El hombre que iba manejando se detuvo al instante y miró hacia atrás.

—… ¿Señor…? —preguntó con voz cautelosa a lo que Edward con la cabeza baja y con la respiración sofocada, levantó una de sus manos en una señal que le indicaba que todo estaba bien, había tenido un ataque de ansiedad, un pequeño pero fuerte episodio de excitación nerviosa; respiró hondo y trato de contenerse.

—Continué… —ordenó al cabo de unos segundos.

Un par de kilómetros más tarde, Edward ya se encontraba llegando a donde quería. Abrió la puerta y sin volver a mirar al taxista, bajó. Frente a él se encontraba la casa de la única persona que a esas alturas podía rescatarlo, aunque no le agradaba mucho la idea de quedarse con él. Sebastián no era precisamente una de sus mejores opciones, solo lo buscaba cuando necesitaba despejar su mente o cuando Matthew no estaba disponible para escucharlo. Gimoteo en su interior. De cualquier forma, si quería pasar la noche bajo un techo, él era lo mejor que tenía en esos momentos; aunque por un breve segundo también pensó en Cecil, sin embargo, no lo haría, ya había borrado su número y aunque no lo hubiese hecho, era demasiado estúpido ir ahí. ¿Que planeaba decirle? ¿Déjame quedarme? De ninguna manera. Edward no estaba dispuesto a ir con esa mujer.

Además, su orgullo era más grande. 

Cuando llegó hasta la entrada y tocó la puerta de cristal, lo hizo por largo rato, aunque nadie le abrió pese a que las luces estaban encendidas. Golpeó con más fuerza una y otra vez, no obstante, no hubo respuesta. Resignado, pegó su espalda contra la puerta y se dejó resbalar, acomodó sus rodillas frente a su pecho y ahí se quedó, sentado, pobre e indefenso, hundiéndose en su soledad mientras susurraba cosas dentro de sus labios. La abstinencia de nicotina, el dolor, el frío, la impotencia de sentirse una vez más miserable le provocaba intensos escalofríos, iguales a los que había padecido hace dos años.

Si Edward había dicho alguna vez que nunca más volvería a humillarse o a sentirse de esa manera, estaba equivocado.




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