Cruzando barreras

• Declaración •

—Edward—

—Edward… —La voz que sonó detrás de su espalda hizo que por unos cuantos instantes el chico se congelara.

Su cabeza dejó de pensar. Edward no esperaba a que el hombre regresara tan pronto, habían sido solo unos cuantos minutos, y de haberse apresurado ahora sabría lo que con tanto fervor Sebastián escondía detrás de esa puerta. Se maldijo en su interior. Había estado tan cerca. Se mordió los labios y recobrando la postura lo miró por sobre hombro derecho para luego guardar las manos dentro de sus bolsillos y girarse por completo.

Sebastián solo se rio mientras lo miraba de arriba abajo, escudriñando, después meneó la cabeza y sonrió aún más, como si el haber sido descubierto fuera un grandioso juego.

—¿Sabías que es de mala educación husmear en los lugares privados?

Aquella pregunta tuvo un pequeño toque de vileza, sin embargo eso fue algo que a Sebastián no le importó. Estaba harto de seguir ocultandolo, así que, dejando de mirar el cuerpo de Edward caminó hacia él, lento, pausado, como si estuviera saboreando el momento.

Llegó hasta él y sin mirarlo se rasco la comisura de la nariz.

—También es de mala educación no tocar la comida que te prepare —dicho esto Sebastián lo miró de reojo, levantó el rostro y lo miró firmemente a los ojos—. Pero eso no importa. —Le dijo—.  Porque eres mi amigo así que, tienes todo el derecho de hacer lo que te plazca. Siempre lo has hecho.

Levantó los hombros y buscó dentro de sus bolsillos para sacar una llave.

—Edward… Si tenías tanta curiosidad por conocer mi casa, me lo hubieras dicho y te la hubiera mostrado… Anda… vamos.

Con un movimiento casi innecesario Sebastián abrió la puerta, luego extendió la mano hacia el frente, exhortándolo.

—Adelante…

En esos instantes Edward se tornó dubitativo. Se le complicaba entender a Sebastián, era demasiado extraño. Frunció su rostro y miró hacia la puerta. Edward tenía a su frente lo que quería, estaba a solo unos cuantos pasos de saciar su curiosidad, de ver lo que había en el interior. Una parte de él le decía que estaba bien, que no iba a encontrar nada raro pero otra, le gritaba que corriera, que era peligroso quedarse ahí, que no debía de confiar en él, sin embargo, cuando se dio cuenta, Edward ya había dado un paso.

Recargo una de sus manos sobre el marco de la puerta y observó… Era una habitación fría, oscura y simple cuya luz natural apenas iluminaba. Se asomó un poco más y para cuando estaba a punto de bajar el primer escalón unas fuertes manos empujaron su espalda.

Edward perdió el equilibrio y cayó de una forma bastante escandalosa.

Habían sido solo un par de escalones, tres en realidad, pero su espalda, que aún estaba amoratada recibió el fuerte impacto de una dura caída contra el sólido concreto. No hubo tiempo para gritar o quejarse porque en cuanto Edward tocó el suelo la puerta del sótano se cerró.

—Lo siento, Edward…

Eso fue lo que se escuchó luego de que Sebastián le pusiera seguro a la puerta.

—Pero tendrás que quedarte ahí, al menos por un tiempo.

El hombre en el suelo levantó la vista y miró la ranura bajo ella.

Tsk.

«¿Qué idiota?» pensó. ¿Acaso no había visto lo que sucedía en todas esas películas de suspenso, terror y miedo, donde el protagonista se distraía y terminaba muerto? Golpeó el piso y sin pensar en el dolor corrió hacia la puerta, forzando la aldaba, sacudiendo violentamente, como si eso le ayudará a abrir un poco más rápido. 

—¡Hey… Sebastián…! Oye… ¡¿Qué crees que estás haciendo?! ¡¡Abre la maldita puerta…!! ¡Déjame salir!

Edward gritó una y otra vez pero el silencio seguía siendo el mismo pese a que el chico de cabellos claros estaba ahí, parado, detrás de la puerta, escuchando como Edward gritaba hasta volverse loco.

—¡Maldición…!  ¿Por qué estás haciendo esto? Dijiste que me ayudarías a encontrar a Lara… Sebastián… ¿Me oyes? ¿Me estás escuchando? Maldito hijo de perra… Responde…

La poca paciencia de Edward se estaba agotando… ya ni siquiera sentía el dolor bajo sus costillas o las agudas punzadas sobre sus lumbares. Una y otra vez golpeó la puerta, sus hombros le dolieron, se desgarraron, sus huesos se astillaron.

—Sebastián… Sebastián…

Pero al igual que antes no hubo respuesta.

Entonces, Edward se detuvo, la adrenalina y el coraje en su cuerpo fueron lo suficientemente fuertes como para causar una pequeña anestesia en su sistema y de pronto, como si todo volviera a la calma su cerebro se encendió. Pensó y volvió a pensar. En una fracción de segundos todo vino a su mente, la calma, la seguridad, la forma de querer hacer las cosas, de encontrar una solución, de tener respuestas.

Respiro hondo y bajando los hombros se quedó quieto, observando bajo la ranura de la puerta como Sebastián aún seguía ahí, de pie. ¿Qué era lo que aquel hombre estaba pensando? Llevaba ahí parado el mismo tiempo que Edward.

—Está bien… De acuerdo, Sebastián. Tú ganas. Me rindo —murmuró el chico de cabellera negra que ya estaba un poco más tranquilo—. Vamos a solucionar esto, hablemos como personas civilizadas. No estoy enojado y no sé porque razón estás haciendo esto… Pero sea lo que sea… Estoy seguro de que no puede ser tan malo. Vamos hombre, déjame salir...




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