Daniel nunca había sido más feliz. Sus días giraban en torno a Sofía: cada mensaje suyo era un motivo para sonreír, cada momento juntos se convertía en un recuerdo valioso. Sentía que su vida por fin tenía sentido.
Al principio, todo era perfecto. Sofía reía con él, buscaba su mano cuando caminaban, le contaba sobre sus días con un brillo en los ojos. Pero con el tiempo, algo empezó a cambiar. Pequeños detalles, casi imperceptibles, comenzaron a arañar la perfección de su relación.
Primero fueron las respuestas tardías. Luego, las excusas. “Estoy ocupada”, “No puedo hablar ahora”, “Nos vemos otro día”. Daniel lo entendía, o al menos eso se repetía a sí mismo. No quería ser de esos que agobian, que insisten demasiado.
Pero lo que más le dolía no eran las respuestas vacías, sino la indiferencia. Antes, Sofía lo miraba con esa calidez que lo hacía sentir único. Ahora, su mirada pasaba a través de él, como si estuviera en otro lugar. Como si, poco a poco, dejara de existir para ella.
—¿Te pasa algo? —preguntó un día, con un nudo en la garganta.
—No, todo está bien —respondió Sofía, sin apartar la vista de su teléfono.
Pero Daniel sabía que no era cierto. No había peleas, no había gritos, pero la distancia entre ellos crecía con cada día que pasaba. Y lo peor era la sensación de vacío.
Las noches comenzaron a ser más largas, llenas de preguntas sin respuesta. ¿Dije algo malo? ¿Dejé de gustarle? ¿No soy suficiente? La idea lo atormentaba.
Fue entonces cuando hizo lo que nunca creyó que haría: comenzó a cambiar. Intentó ser más divertido, más misterioso, más "interesante". Se vistió diferente, imitó los gustos de Sofía, buscó parecerse a lo que ella admiraba. Si lograba ser la persona perfecta para ella, quizá todo volvería a ser como antes.
Pero la verdad era que, sin importar cuánto cambiara, Sofía seguía alejándose.
Y lo que Daniel no sabía era que la razón era mucho más cruel de lo que imaginaba.
Editado: 20.02.2025