8. El Último Adiós

La calle estaba desierta. El sol aún no salía, pero el cielo comenzaba a teñirse de tonos naranjas y violetas. Daniel avanzó sin rumbo fijo, sin mirar atrás, con los nudillos apretados dentro de los bolsillos de su chaqueta.

Leo caminaba unos pasos detrás de él, sin decir nada. Sabía que cualquier palabra estaría de más.

Un par de cuadras después, Daniel se detuvo de golpe.

—Dímelo.

Leo frunció el ceño.

—¿Qué?

Daniel giró sobre sus talones y lo miró.

—Tú sabías. Desde antes.

El silencio se instaló entre ellos como una pared invisible. Leo apretó los labios. No negó nada.

Daniel tragó saliva.

—¿Hace cuánto?

Leo desvió la mirada hacia el suelo, como si las grietas en el pavimento tuvieran la respuesta.

—Unas semanas.

Daniel sintió una presión en el pecho, como si el aire le faltara de repente. Sofía no lo había perdido de un día para otro. No había sido algo repentino.

No.

Lo había dejado lentamente.

Día a día.

Palabra a palabra.

Mirada a mirada.

Y él no lo había querido ver.

Un auto pasó por la calle, sus luces iluminando los rostros tensos de ambos. Daniel asintió, comprendiendo.

—¿Por qué no me lo dijiste?

Leo suspiró.

—Porque pensé que tenías que verlo por ti mismo.

Un amargo sabor se instaló en su boca.

—Bueno. Ahora lo vi.

El viento sopló entre los árboles, arrastrando hojas secas por la acera.

Daniel sacó su celular y desbloqueó la pantalla. Miró el chat con Sofía.

Tenemos que hablar.

Un mensaje que no significaba nada. O que lo decía todo.

Su dedo se deslizó sobre la pantalla.

Abrió su contacto.

Y, sin dudar, presionó Eliminar.

El corazón le latía con fuerza, como si su cuerpo se negara a aceptar lo que acababa de hacer.

Pero lo había hecho.

Se guardó el teléfono en el bolsillo y echó a andar de nuevo.

—¿A dónde vas? —preguntó Leo.

Daniel no se detuvo.

—A seguir con mi vida.

Y esta vez, supo que hablaba en serio.