El día del Pilar, domingo 12 de octubre y Día de la Hispanidad, Zaragoza amaneció festivo, bajo algunas nubes perezosas que no conseguían empañar la alegría de todos los maños y mañas de la ciudad, dispuestos a celebrar su día grande. La propia Lorena Díez de Sanmillán se despertó con más energía de la que esperaba, tras un sueño reparador de más de ocho horas en la cama que la había visto crecer. A pesar de los inoportunos pensamientos que la habían acosado a ratos durante el fin de semana, estaba claro que la casa familiar tenía un efecto calmante sobre su ánimo, lo que le arrancó una sonrisa involuntaria cuando entró por la puerta de la cocina y vio a sus padres ajetreados con el desayuno.
—Buenos días, princesa —saludó Paco, jovial, haciendo que la chica, sin querer, recordara a alguien en Madrid que también la llamaba así—. ¿Qué tal has dormido?
—Bien, como una niña —respondió, sentándose a la mesa cuando su madre se lo indicó y aceptando la taza de café que ella le ofrecía, antes de acomodarse a su lado—. ¿Qué planes tenemos para hoy?
—Bueno, los de todos los Pilares, la verdad —respondió su madre, antes de dar la bienvenida a un Fran que entraba en ese instante en la cocina, frotándose los ojos con gesto somnoliento—. Buenos días, hijo —saludó, cariñosa, antes de regresar hacia su hija. Lorena se había tensado por motivos que ambas conocían al escuchar su primera respuesta, pero se relajó en cuanto escuchó la siguiente explicación de Hortensia—. No te preocupes, este año iremos a misa al Sagrado Corazón de Jesús en vez de a la Basílica, ¿vale?
Como había dicho su madre, otros años habían asistido a la misa del Día del Pilar en la gran Basílica de la ciudad; sin embargo, mucha de la gente a la que Lorena no quería volver a ver, incluyendo al malnacido Víctor Almansa, también iba a ese mismo oficio. Así que Lorena susurró un "gracias" cargado de emoción contenida, antes de que Paco se sentara a su vez en la mesa y los cuatro se dispusieran a desayunar el café, el zumo y las tostadas con jamón y tomate.
La mañana transcurrió tranquila, como Hortensia y Lorena anticipaban. La nueva iglesia, más modesta en comparación con la Basílica del Pilar, tenía una elegancia particular con su estilo más cuadrado y reciente, en contraste con otros templos de la ciudad. Nada más adentrarse en la fresca penumbra junto al resto de feligreses, y aun siendo poco religiosa desde hacía casi diez años, Lorena no pudo evitar sentir cierta paz interior que la reconfortó de camino a los bancos corridos de madera. Durante la misa, Fran y ella mantuvieron una mano enlazada en señal de mudo apoyo, cruzando sonrisas cómplices cada poco con sus dos progenitores. De repente, era como si nada de lo ocurrido el año anterior hubiese tenido lugar de verdad y la joven estudiante volviese a estar en casa, en el lugar que le correspondía.
Quisiera o no, el ensueño de aquella fecha festiva se desmoronó apenas unas horas después. Los cuatro comían solos en esta ocasión, dado que los abuelos ya habían fallecido y la única hermana de Paco y su familia no estaban en la ciudad. Eso sí, Hortensia se había esmerado por preparar su mejor asado para la ocasión y todos lo estaban disfrutando.
—Oye, Lore, cariño... —llamó aquella a su hija.
—Dime, mamá.
La joven, por su parte, había contestado con total tranquilidad y sin pensar que nada podía empañar ese día que se antojaba perfecto. Sin embargo, la mirada conspicua que cruzaron sus padres antes de hablar la puso sobre aviso de inmediato. Aun así, nada la habría preparado para lo que vino a continuación.
—Pues, a ver, esto no va a ser fácil de asumir para ti y lo sabemos… Pero… tu padre y yo hemos decidido que vamos a vender a Mégara.
Como era de esperar, nada más escucharlo, Lorena boqueó como si le hubieran dado una patada en el estómago.
—¿Cómo dices? —logró vocalizar, al cabo de varios segundos en los que el aire podía haberse cortado con un cuchillo.
—Lorena, cariño, entiéndelo —pidió su padre—. Tú ya no estás aquí y sólo vas a montar cuando vengas, que no sabemos cuánto será…
—Pero… ¡es que os habéis vuelto locos, o qué!
El exabrupto, unido a una Lorena súbitamente puesta en pie con el gesto desencajado de enfado, silenció de golpe a un Paco que la observó como si no diera crédito. De hecho, Hortensia fue la primera que reaccionó.
—¡Lorena, compórtate y no nos alces la voz, por favor, te lo pido!
Su hija, por otra parte, se giró hacia ella como si no hubiese escuchado bien.
—¿Que no levante la voz? —exclamó, incrédula y fuera de sí—. Pero… ¿estáis oyendo lo que me habéis dicho? ¿Qué os habéis creído?
—¡Lorena, basta! —estalló entonces Paco, levantándose a su vez, sin ni rastro en su expresión de su habitual ternura y paciencia—. No tienes derecho a hablarnos así y, además, estás siendo muy injusta con nosotros. ¿No te hemos pagado todo lo que has querido durante años?
—¡Me da igual! Sois horribles, queréis quitarme lo que más me importa y me mantiene a flote —sollozó ella.
—Pues, hija, cuando puedas mantener una yegua por tu cuenta en Madrid, nos lo dices —intervino Hortensia, visiblemente enfadada—. ¡Que el dinero no cae del cielo!
Por supuesto, en cuanto lo dijo y al ver la expresión herida de su hija, ambas fueron conscientes a su manera de que se habían pasado de la raya; pero el daño ya estaba hecho.
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Editado: 18.02.2025