Cuando brillen las estrellas

Capítulo 18

Había pasado un mes desde que Liam llegó a la vida de Amelia, y aunque el calendario marcara solo treinta días, en su interior sentía que habían transcurrido años. Años de reconstrucción, de silencios compartidos, de gestos que tejían algo nuevo, algo parecido a un hogar.

Y en ese mismo mes, casi sin notarlo, Amelia y Martín habían comenzado a vivir algo más que una historia incipiente. Lo que empezó como una compañía discreta se volvió presencia constante. Las cenas compartidas se transformaron en desayunos. Los silencios incómodos dieron paso a charlas largas, y luego a abrazos sin explicación. No hicieron grandes declaraciones ni promesas formales, pero él fue quedándose. Primero con una guitarra olvidada, luego con una muda de ropa, hasta que una noche ya no se fue. Y Amelia no le pidió que lo hiciera.

Ahora, Martín formaba parte de esa rutina nueva. De ese nosotros que había nacido con el arribo de Liam. No vivían juntos del todo, pero compartían los días. Los despertares. Las incertidumbres. El miedo, también.

Sin embargo, esa mañana amaneció densa. No por el clima —el cielo estaba despejado y el aire olía a pan tostado y jazmines del patio—, sino por esa intuición sutil que a veces se instala en el cuerpo antes que en los hechos. Amelia lo sintió mientras servía café en la cocina. Liam aún dormía, abrazado a Cosmo, y Martín tarareaba desde la sala mientras revisaba papeles con una concentración serena. Pero algo, algo en el aire no terminaba de encajar.

El timbre sonó poco después de las nueve. No fue un timbrazo impaciente, sino uno corto, contenido. Como si quien lo pulsó supiera que traía malas noticias.

—Debe ser Elena —dijo Martín, levantándose. Pero cuando abrió la puerta, la figura que apareció era otra.

Teresa. Su abrigo negro contrastaba con la luminosidad de la mañana, y su expresión ya anticipaba que no venía por una visita cordial. Llevaba los labios apretados y los ojos cargados de una seriedad que Amelia reconoció al instante: era el rostro que traía decisiones de otros. De esos que se toman desde escritorios, sin conocer las historias que arrastran.

—Buenos días —dijo la abogada, con voz firme.

—Pasa —invitó Amelia, sin ocultar el sobresalto en su tono.

Martín retrocedió con disimulo, dejando espacio, mientras un presentimiento le erizaba la nuca. Teresa entró con pasos suaves pero decididos, como si temiera romper algo con cada movimiento.

—¿Café? —ofreció Amelia por costumbre, tratando de sostener la compostura.

—No, gracias. No me voy a quedar mucho.

Aquella frase, tan breve, funcionó como una alarma en el pecho de Amelia. Cuando alguien no piensa quedarse, es porque no viene a consolar. Viene a informar.

Martín reapareció con Liam en brazos. El niño, medio dormido aún, apoyó la cabeza en su hombro, ajeno a la tensión. Teresa lo miró con un atisbo de ternura, pero no se acercó.

—¿Puedo hablar un momento a solas con ustedes?

Amelia asintió. Martín dejó a Liam en el porche, con Cosmo, un libro y una caja de lápices.

—Ya regreso, peque —le dijo. Liam asintió distraído, comenzando a colorear el cielo de un naranja extraño.

Adentro, Teresa se sentó sin quitarse el abrigo. Abrió su portafolios con una precisión medida, casi ritual, como si cada papel que sacaba tuviera un peso emocional que prefería ignorar.

—Recibimos la notificación del juzgado —comenzó, mirando directamente a Amelia—. La ampliación temporal de custodia vence en menos de un mes. Y si no se presentan nuevas pruebas, no podremos renovarla.

El aire pareció irse de la habitación de golpe.

—¿Qué tipo de pruebas necesitan? —preguntó Martín, intentando mantener la calma.

—Cualquier cosa que acredite un vínculo legal o familiar con Liam. Un documento que respalde su origen. Un registro. Un informe médico con trazabilidad. Cualquier huella en el sistema que nos diga que este niño tiene una historia anterior.

—Pero no tiene nada —interrumpió Amelia, con los ojos abiertos como platos— Ya buscamos. Nadie lo registró. Nadie lo reportó. Es como si hubiera aparecido de la nada.

Teresa asintió con pesar.

—Y eso es exactamente lo que hace el caso más difícil. Un juez no puede renovar indefinidamente una custodia sobre un niño que, legalmente, no existe.

—¿Y qué van a hacer con él? —La voz de Amelia sonó rota—. ¿Lo van a arrancar de aquí y meterlo en un hogar estatal, como si fuera una caja perdida?

Teresa no respondió de inmediato. Apoyó los papeles sobre la mesa y bajó la mirada, como si esa posibilidad también le doliera.

—Aún no hemos llegado a ese punto. Pero si no encontramos a nadie que lo haya conocido antes, ni un documento que justifique su permanencia contigo, será muy difícil argumentar una renovación.

—¿Y si no hay nadie más? —intervino Martín—. ¿Y si ella es lo único que él tiene?

—Entonces tendrán que demostrar que su vínculo, aunque no sea biológico, es el más seguro. Que su cuidado es imprescindible. Pero para eso… necesitamos más que emociones.

—¿Y si lo adoptara? —preguntó Amelia, de pronto.

—No puedes —respondió Teresa, sin rodeos— No sin la renuncia voluntaria de los padres biológicos, o una declaración formal de abandono. Y para eso… primero tenemos que saber quiénes son.

Amelia sintió que algo se partía dentro de ella. Un hilo invisible que hasta ahora había sostenido la esperanza.

—¿Y si simplemente no existen? —murmuró—. ¿Y si Liam vino de otro lado? De un lugar que no se puede registrar.

Teresa la miró con expresión grave.

—Entonces estás hablando de algo que la ley no puede procesar. Y eso, Amelia… eso nos deja sin recursos.

Un silencio denso se adueñó de la sala. Solo se oía el leve roce de las hojas en el patio. El mundo parecía detenido en un punto sin retorno.

—No voy a perderlo —dijo Amelia al fin. No era una súplica. Era una promesa.

Teresa recogió sus papeles y se puso de pie.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.