Cuando brillen las estrellas

Capítulo 22

A la mañana siguiente, el aire en Córdoba amaneció más denso. Había una bruma fina sobre las veredas, y el sol apenas lograba filtrarse entre los árboles altos de la avenida principal. Amelia y Martín caminaron en silencio hasta el edificio municipal, guiados más por la intuición que por la certeza. Ninguno de los dos había dormido bien.

La entrada al archivo histórico se encontraba en el subsuelo. Bajaron por una escalera de mármol desgastado, hasta llegar a una puerta antigua con un cartel de madera que rezaba: Archivos Generales y Legajos Históricos. Adentro, el aire era frío, inmóvil, impregnado de humedad, como si la memoria se almacenara no solo en papel, sino también en el clima.

Una mujer los recibió detrás de un escritorio de roble, donde reposaban varias carpetas y un tazón de té humeante. Tenía el cabello recogido en un rodete apretado, gafas colgadas del cuello y un aire de quien lleva décadas leyendo entre líneas ajenas.

—¿El hogar San Ignacio? —repitió, con una ceja levantada—. Sí, claro. Denme unos minutos.

Mientras ella se alejaba entre estanterías altas, Amelia recorrió con la mirada aquel lugar detenido en el tiempo. Había algo sagrado en ese silencio: el eco de los pasos sobre los mosaicos, el crujido leve de los libros viejos al ser abiertos, el roce de las hojas como susurros. Como si las historias contenidas allí no quisieran ser olvidadas.

La archivista volvió con un libro enorme entre los brazos. Las tapas eran de cuero envejecido, el lomo agrietado, y apenas se distinguía el título grabado en letras doradas, desvaídas por los años:
"Registro de Ingresos - Hogar San Ignacio"

—Aquí está todo lo que conservamos —dijo, depositándolo sobre la mesa con cuidado—. Pero no esperen milagros. Estos registros no siempre eran precisos. A veces faltan nombres. A veces faltan historias.

Amelia tragó saliva antes de abrirlo. Martín se colocó a su lado. El cuero crujió como una respiración antigua.

Las primeras páginas estaban organizadas por año. Columnas ordenadas a mano: nombre, edad estimada, fecha de ingreso, condición al llegar, egreso. Algunos nombres estaban tachados. Otros llevaban anotaciones al margen con tinta azul, marrón o negra. Muchos tenían una cruz. Un símbolo que más adelante sabrían, significaba "fallecido".

Pasaron página tras página. Hasta que Amelia se detuvo.

—Aquí está —susurró, apenas audible.

Martín se inclinó.

—¿Francisco?

Amelia asintió.
Francisco C.

Ingresó en 1972.

Edad estimada: cinco años.

Egreso: 1977. Observación: “adoptado por la familia Vargas (familia extensa)”.

Durante unos segundos, ninguno habló. Solo se escuchaba el leve zumbido del fluorescente sobre sus cabezas. Era como si el tiempo se hubiese detenido justo ahí, en esa línea del libro.

—Entonces… tu papá vivió aquí —dijo Martín con voz queda, como si pronunciarlo en voz alta lo hiciera más real.

Amelia se quedó mirando las letras con una mezcla de incredulidad y tristeza.

—Vivió aquí. Fue uno de esos niños —murmuró—. Y nunca me lo dijo.

Siguió pasando páginas. Sus dedos temblaban levemente, pero seguían adelante, como si algo los guiara.

Y entonces, en la hoja siguiente, otro nombre.

Liam D.
Ingreso: 1972
Edad estimada: cinco años
Egreso: X

El silencio se volvió aún más denso.

Amelia contuvo el aliento.

Martín frunció el ceño.

—¿Una X?

Revisaron las demás entradas. Ninguna otra tenía una "X" en esa columna. Solo "egresado", "adoptado", "trasladado", "fallecido". Pero esa... esa letra solitaria era una anomalía.

—¿Qué significa eso? —preguntó Martín, ya con la voz tensa.

—No lo sé… —Amelia apenas pudo decirlo. Sus ojos iban del nombre a la letra. Del niño al misterio.

Tomaron el libro y se acercaron al escritorio de la archivista. Ella levantó la vista.

—¿Todo bien?

—Encontramos esto —dijo Amelia, mostrándole la hoja—. ¿Sabe qué significa esa X en la columna de egreso?

La mujer se ajustó las gafas, leyó en silencio y frunció el ceño.

—No es algo común —admitió—. Déjenme consultar una base de registros internos. Hay algunas anotaciones cruzadas en los casos más antiguos. Pero necesito ir al fondo. Esperen un momento, por favor.

La mujer desapareció tras una doble puerta de vidrio esmerilado. El murmullo de su andar se perdió en la distancia. Amelia y Martín se quedaron de pie, sin moverse. El corazón les latía más fuerte que antes. Como si lo que estaban a punto de descubrir pudiera cambiar algo esencial.

Pasaron diez minutos. Tal vez quince.

Finalmente, la archivista volvió. Y esta vez, ya no sonreía.

—La X —dijo, apoyando suavemente sus manos sobre el mostrador—, significa desaparecido.

El alma de Amelia pareció contraerse.

—¿Desaparecido… cómo? —inquirió Martín con la voz tensa.

La mujer bajó la vista.

—Solo hay una anotación breve en el archivo auxiliar. Dice: "Menor no localizado tras la supervisión nocturna. Búsqueda infructuosa. Última fecha conocida: 14 de julio de 1977. Condición final: desconocida."
No hay más detalles. Solo una breve mención a que fue una noche de tormenta.

—¿Y nunca apareció? —preguntó Amelia, casi sin aire.

—Nunca. Se buscó por toda la zona durante días. Intervino la policía local, los vecinos, incluso grupos religiosos. Pero el niño no fue encontrado. Con los años, el caso se cerró por "imposibilidad de resolución". El hogar continuó funcionando un tiempo, pero… esa pérdida dejó una herida difícil de cerrar. De hecho, esta fue una de las razones por las que años más tarde cerró definitivamente. Nadie quería volver a hablar de ello.

Amelia sentía un nudo en la garganta. Una opresión que no se parecía al miedo. Era otra cosa. Un presentimiento. Una conexión que no sabía explicar.

—¿Y por qué no tenía apellido completo?

—A veces los niños llegaban sin identidad clara —explicó la mujer, con voz más baja—. En ese entonces, los registros eran precarios. Algunos venían con un nombre de pila, otros con iniciales. Cuando nadie reclamaba su custodia, quedaban así. Como pequeños fantasmas legales. Existían… pero apenas.




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