El amanecer llegó con un silencio extraño. No era el silencio habitual del campo, ese que acompaña el canto de los pájaros o el viento entre los árboles. Era un silencio denso, como si el aire supiera algo que ellos todavía no sabían.
Incluso la casa parecía contener la respiración. El reloj de pared marcaba los minutos con un tic tac más lento, más grave, como si también estuviera esperando.
Amelia se despertó sobresaltada. Había soñado con Liam, pero el sueño se le escapaba como agua entre los dedos. Solo recordaba su voz, diciendo algo que no lograba entender. Una palabra, tal vez un nombre… pero al intentar recordarlo, se desvanecía como niebla.
Se sentó en la cama, desorientada. A través de la puerta entreabierta vio que la luz del cuarto de Liam seguía apagada.
Tuvo un presentimiento. No uno dramático, como en las películas, sino esa incomodidad visceral que a veces presagia lo irreversible.
Frunció el ceño. A esa hora, él ya solía estar despierto, leyendo un cuento con Cosmo o jugando en silencio, respetando el sueño de los adultos. Liam nunca hacía ruido por las mañanas, pero siempre estaba activo. Siempre.
Se levantó, se calzó las pantuflas y caminó hasta la habitación. El piso estaba frío bajo sus pasos. Algo en el aire la hizo caminar más lento.
Golpeó la puerta con suavidad.
—¿Liam? —susurró.
No hubo respuesta.
Empujó la puerta con cuidado. La habitación estaba en penumbra. Las cortinas dejaban filtrar una luz tenue y gris. Liam seguía en la cama, de costado, abrazando a Cosmo.
Amelia se acercó, con una extraña sensación en el estómago.
El osito de peluche parecía mirarla, quieto, como si también estuviera esperando algo.
—Amor… ¿estás bien?
Tocó su frente. Estaba ardiendo.
—¡Liam!
El niño no reaccionó. Su respiración era superficial, como si costara trabajo.
No era solo fiebre. Era como si su cuerpo estuviera ahí, pero su alma se hubiera ido a caminar sin permiso.
—¡Martín! —gritó Amelia con el corazón en la garganta—. ¡¡Martín!!
Los pasos de Martín resonaron por la casa. Entró corriendo, en ropa de dormir.
—¿Qué pasa?
—Tiene fiebre, no responde —dijo ella, conteniendo el llanto—. Está muy caliente, y respira raro. ¡Hay que llevarlo al hospital!
Martín no hizo preguntas. Tomó al niño en brazos con suma delicadeza, como si sostuviera un cristal frágil. Amelia buscaba su bolso y las llaves con manos temblorosas. En cuestión de minutos estaban en el auto, con el motor rugiendo hacia el pueblo.
El camino fue eterno. Cada semáforo parecía más lento que el anterior.
Amelia sostenía la mano de Liam, murmurando su nombre, como si con eso pudiera mantenerlo despierto.
—Estoy aquí, mi vida… quédate conmigo, por favor.
Pero él no reaccionaba.
Las calles, normalmente familiares, se veían distorsionadas por el miedo. Los árboles, los postes, los autos… todo pasaba como una secuencia borrosa.
Los sonidos del motor, el roce de las llantas, incluso el aire que se colaba por la ventanilla parecían lejanos, irreales.
En el hospital, las puertas se abrieron y dos enfermeros corrieron a ayudar. Martín explicó la situación mientras Amelia era guiada a la sala de espera.
Sus piernas temblaban. Sentía que algo, algo grande, se le escapaba de las manos.
Se abrazaba a su bolso como si con eso pudiera mantener el control de algo, de cualquier cosa. Se mordía los labios, repasaba en su cabeza lo que había hecho el día anterior, buscaba una causa, una explicación, una señal que se le hubiera pasado por alto.
Una doctora se acercó unos minutos después.
—¿Es usted Amelia? ¿La tutora del niño?
Ella asintió, con la voz atascada en la garganta.
—Lo estamos estabilizando. Tiene fiebre muy alta y una respuesta neurológica inusualmente baja. ¿Estuvo enfermo estos días?
—No —dijo Amelia—. Nada. Jugó, comió, estaba bien anoche. Se durmió abrazado a su osito. Esta mañana... simplemente no despertó.
La doctora frunció el ceño, tomó notas y se marchó. Martín se sentó junto a ella, en silencio.
No había consuelo, solo espera. Y la espera era como un abismo que crecía minuto a minuto.
Horas después, Elena llegó con el rostro desencajado. Amelia la abrazó sin decir palabra. Sabían por qué estaba ahí. No por cariño. Por legalidad.
—La citación se aplazó —respondió Elena, con un tono más humano del habitual—Pero con esto... todo queda en pausa. No pueden moverlo del hospital.
Amelia apretó los labios. No era alivio. No era victoria. Era apenas una tregua.
—¿Qué dicen los médicos?
—No encuentran explicación —murmuró Martín—. El cuerpo responde, pero él… no está. Es como si su mente se hubiera ido a un lugar donde no podemos seguirlo.
Elena guardó silencio. Por primera vez parecía no tener una respuesta jurídica, ni técnica, ni racional. Solo una tristeza muy parecida al miedo.
Pasaron las horas. La fiebre bajó, pero Liam no despertó. Estaba conectado a monitores. Parecía dormido, pero no soñando. Como si hubiera cerrado una puerta por dentro y se hubiera ido a otra parte.
Los sonidos del hospital se volvieron parte del fondo: pitidos, murmullos, pasos lejanos. Ninguno de ellos traía noticias.
Los minutos se acumulaban en montones de café frío, suspiros, llamadas breves, intentos de esperanza.
Amelia no se separó de él. Le habló, le cantó, le acarició el cabello. Le contaba cosas que ni siquiera tenían sentido, solo para llenar el aire.
Martín trajo ropa, comida, una manta. Se turnaban para quedarse, pero ella no podía alejarse más de unos minutos. Sentía que si lo dejaba solo, algo se rompería para siempre.
Le leía su cuento favorito una y otra vez, aunque él no pudiera oírla. A veces se le quebraba la voz en mitad de una frase, pero seguía. Tenía que seguir.
Una noche, mientras la lámpara parpadeaba sobre su cabeza, Amelia le contó una historia inventada sobre un niño que volaba con un oso de peluche gigante por encima de los tejados, buscando estrellas. Se la narró como si él pudiera escucharla, como si Cosmo la estuviera transmitiendo.
Y después, en voz apenas audible, le rogó que volviera.