¿Alguna vez han sentido que la vida les quito algo tan importante que no podrían volver a levantarse?
Yo sí. Y no solo lo sentí... lo viví.
No fue de un solo golpe, ni con una advertencia clara. Fue como una cuenta regresiva silenciosa, que cada día me acercaba a una realidad que no quería aceptar. Una pierna enferma, un cuerpo cansado, una esperanza que poco a poco se iba apagando.
Antes de llegar a la noticia definitiva, me habían realizado un procedimiento médico llamado desbridamiento, que consiste en retirar tejido dañado con la intención de permitir que la zona afectada se recupere adecuadamente. Tanto el médico como yo esperábamos con fe una evolución favorable. Teníamos esperanza.
Era mi tercer día internado. Recuerdo perfectamente esa habitación de clínica pequeña, muy reducida. Apenas cabía la camilla donde yo permanecía acostado, y a un lado, una silla que por las noches se convertía en cama improvisada para que mi madre pudiera descansar junto a mí. Aquel espacio modesto se había convertido en el centro de mi batalla.
La escena está grabada con fuego en mi memoria: el médico ingresó como de costumbre para hacer la revisión diaria. Yo estaba nervioso, pero aún me aferraba a la idea de una mejora. Sin embargo, todo cambió con una sola mirada.
La primera señal fue el rostro del médico al retirar el vendaje.
Ese gesto de preocupación, de gravedad contenida… fue suficiente para que mi alma comenzara a temblar.
La segunda señal, fue al mirar mi propio pie. No hacía falta ser experto. Aquello no estaba bien. Mi cuerpo lo sabía. Mi corazón lo supo de inmediato.
Y entonces, sin pensar demasiado, dije lo primero que me salió del alma:
“Doctor, usted dispare con todo.”
Quería decirle que hiciera lo necesario. Que no se contuviera. Que luchara conmigo. Pero también sabía, en lo más profundo, que ya no se trataba de curar… sino de salvar lo que quedaba.
Fue entonces cuando escuché la frase.
“Erik… lo más probable es que haya que amputar.”
Y ahí… se desató el caos.
No afuera. Adentro. En mi mente. En mi alma.
Sentí cómo mi vida se derrumbaba por completo, mientras veía caer los pedazos lentamente frente a mí.
Cada palabra del médico era un ladrillo que se desprendía del edificio que había construido durante años: mi rol como padre, mi trabajo, mis sueños, mi cuerpo, mi fe… todo parecía desmoronarse.
Me quedé en silencio. Un silencio espeso, frío.
Un silencio lleno de miedo, de preguntas sin respuesta, de una angustia que apretaba el pecho como un puño invisible.
¿Cómo le iba a decir a mi esposa? ¿Cómo les iba a explicar a mis hijos que su papá ya no sería el mismo? ¿Cómo iba a seguir sosteniendo a mi familia sin poder sostenerme a mí mismo?
Esa noche no dormí entre las ideas que bombardeaban mi cabeza, el dolor físico que era muy fuerte y el miedo. Me quedé viendo al techo, como si esperara que Dios bajara y me diera una respuesta, una alternativa, una salida. De hecho, tuvieron que medicarme para que pudiera dormir esa noche
Pero lo único que bajó fue el silencio... y un susurro leve dentro de mí que decía:
“Confía.”
¿Pero cómo se confía cuando todo parece ir en dirección contraria?
¿Dónde está Dios cuando tu cuerpo se convierte en una herida abierta, y tu alma en un campo de batalla?
El duelo comenzó incluso antes de la cirugía. Empecé a despedirme de algo que aún no se había ido, pero que ya se había perdido. Me sentí frágil, expuesto, humano… profundamente humano.
Y sin embargo, algo comenzó a nacer esa noche. No una resignación… sino una semilla de fe.
Pequeña, imperceptible. Pero viva.
Porque entendí —aunque no lo aceptaba del todo— que tal vez, solo tal vez, Dios no estaba quitándome la pierna para destruirme, sino para enseñarme a caminar de una forma nueva.
Y mientras escribo, recuerdo y vuelvo a leer estas líneas... no puedo evitar que las lágrimas
rueden por mi rostro.
No de dolor solamente, sino de gratitud.
Porque aún en medio del quebranto, Dios no me soltó.
Y eso... eso cambió todo.
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testimonio de crecimiento personal, testimonio de la vida real, fe y esperanza
Editado: 15.12.2025