Noviembre de 2023.
Una noche cualquiera. Una más entre tantas.
Estaba cansado, como suele pasar después de un día largo. Me senté, estiré las piernas, y noté algo extraño en mi pie izquierdo: una sensación de hormigueo, como si estuviera dormido.
No era la primera vez. Pensé que sería por mala circulación o simplemente por agotamiento. Me dije: “Ya se me va a pasar.”
Pero no se pasó.
Esa noche, como en muchas otras de mi vida, estaba acompañado por mi esposa. Le comenté que sentía el pie raro, frío. Sin pensarlo, hizo lo que tantas veces hacen quienes aman de verdad: se quedó toda la noche abrazando mi pie con sus manos, tratando de darle calor, como una mamá gallina abriga a su pollito bajo el ala. Fue un gesto tan simple, pero tan lleno de amor, de cuidado, de ternura.
Yo intentaba dormir, pero en el fondo, ya empezaba a sentir miedo.
Al tercer día de sentirlo dormido, frío y ya con dolor, decidimos ir a buscar ayuda.
Ingresé a la emergencia del hospital en silla de ruedas, ayudado por mi esposa. Me atendieron inicialmente con un diagnóstico preliminar de posible pie diabético. Me colocaron en una sala de espera y me dejaron ahí. Me dijeron que esperara turno. Pasaron las horas… y nadie me evaluaba.
Mi pie dolía. Algo dentro de mí me decía que no era lo que ellos creían. No tenía heridas, no tenía úlceras, no era un pie diabético. Pero me sentía invisible en ese lugar lleno de ruido, pacientes y cansancio acumulado.
Y fue entonces, en medio de esa desesperación, que sucedió algo providencial.
Estaba sentado en la silla de ruedas, cabizbajo, sintiendo que todo se desbordaba dentro de mí, cuando una doctora pasó frente a mí por pura coincidencia. No la conocía. No sabía quién era.
Pero algo en mí me empujó a hablarle.
Le expliqué mi situación con la poca claridad que me permitía el dolor:
—Me tienen esperando como si fuera pie diabético… pero no tengo heridas. No tiene sentido.
Ella, sorprendida por el estado de mi pie, decidió examinarme de inmediato. Luego, sin perder tiempo, llamó a otro médico y entre ambos ordenaron mi ingreso inmediato para realizarme estudios, un ultrasonido “Doppler” y una resonancia “TAC”, es como lo recuerdo.
El primer diagnóstico fue trombosis.
Me internaron en la emergencia del hospital, con ese criterio y comenzaron el tratamiento. Inyecciones, monitoreos, medicamentos… pero el tiempo pasaba y yo no mejoraba.
Al ser emergencia los casos que llegaban eran de todo tipo, enfermedad común, accidentandos, entre otros. Recuerdo que justo en esos días el hospital estaba colapsado porque era el único disponible en la ciudad capital.
Estábamos “aperchados”, si en camillas individuales, pero una justo pegado al otro, por la cantidad de pacientes que estaban ingresando.
Tres días después, mi situación seguía igual o incluso peor.
Fue entonces cuando otro médico —al parecer con más experiencia, se podía observar por su edad— se acercó al grupo de residentes y, con firmeza, preguntó:
—¿Trombosis? ¿Dónde está su electrocardiograma?
Los residentes se miraron entre sí, incómodos.
No existía.
Nadie lo había solicitado. Nadie lo había hecho.
El médico, evidentemente molesto, les reclamó:
—¿Cómo están tratando una trombosis sin siquiera tener ese estudio?
Unas horas más tarde lo realizaron. Y entonces, el diagnóstico cambió.
Ya no era trombosis.
Ahora hablaban de una obstrucción arterial severa. No sabíamos lo que eso implicaba completamente, pero ya sonaba más grave.
Ordenaron con urgencia un procedimiento vascular para intentar recuperar la circulación, pero aquel tratamiento tenía un costo elevado: más de Q12,000. Dinero con el que no contábamos.
Mi esposa y yo nos miramos. Nos sentimos perdidos. Desbordados. ¿Cómo enfrentábamos una situación así sin recursos, sin respuestas, sin tiempo?
Ese fue, sin duda para mí, el verdadero inicio del final de la relación entre mi pierna izquierda y yo, ese tiempo perdido, esos diagnósticos a medias, esos estudios sin realizar, en definitiva, marcaron la carrera final hacia la amputación.
Un camino que yo no había elegido, una carrera que no sabía aun, si estaba dispuesto a correr, pero que, por “asares del destino”, ya se abría frente a mí… lleno de incertidumbre, colmado de pensamientos y preguntas sin respuestas, decisiones duras, pruebas profundas, y lecciones que aún no imaginaba…
Y mientras escribo, las lágrimas brotan una vez más.
No porque ignore lo que pasó, sino porque
aún duele recordar cómo empezó todo tan silenciosamente…
como una molestia cualquiera…
y terminó por cambiar mi vida para siempre.
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testimonio de crecimiento personal, testimonio de la vida real, fe y esperanza
Editado: 15.12.2025