Diciembre llegó con un aire diferente.
Mientras muchos decoraban sus casas, compartían cenas y abrazaban la alegría de fin de año, yo guardaba reposo. No fue por elección. Era una necesidad y sobre todo una indicación médica.
Estaba débil, adolorido, y aunque intentaba mostrarme fuerte, sabía que algo no andaba bien. Seguía el tratamiento tal como me lo habían indicado. No salía casi de casa.
Recuerdo que solo una vez salí en todo el mes: fue para asistir a un convivio familiar.
Me trasladaron en una silla de ruedas… demasiado pequeña para mí. Con mis casi 200 libras de peso y mi 1.78 metros de estatura, entrar ahí fue casi una broma divina.
Hubo risas, incomodidad, y un momento cómico dentro de una etapa que, en el fondo, ya empezaba a doler.
Pasaron los días. Y diciembre llegaba a su fin…
Pero el malestar no se fue. En realidad, empeoró.
Las primeras alarmas
Fue en los últimos días de diciembre cuando empecé a ver cosas extrañas en mi pie. Primero unas manchas rojas, que día a día se hacían más…
Cada día aparecían nuevas. Pero no solo crecían en número, sino también en tamaño.
Hasta que una mañana, al prepararme para bañarme, mi esposa y yo lo vimos claro: El pie estaba inflamado, muy rojo, parecía quemado con agua caliente. No esperamos más.
Tomamos la decisión de regresar a emergencia, al mismo hospital donde me habían tratado semanas antes.
Era época de vacaciones, así que, por gracia de Dios, no había tanta gente. Nos atendieron rápido. Pero el sistema seguía siendo el mismo.
Hospital nacional. Residentes en formación. Diagnósticos cambiantes. Caras nuevas.
Un médico nos atendió. Le mostramos el pie, los síntomas. Su respuesta fue tan breve como desconcertante:
—“Eso es normal por el medicamento. Deben tener cuidado. No debe golpearse. No debe cortarse. Cualquier cosa puede agravarse.”
Nos mandó de vuelta a casa. La indicación fue clara: “Termine el tratamiento.”
Aún faltaban muchas semanas. Y así lo hicimos.
Volver a trabajar
Inició el año (2024).
Yo intentaba —con dificultad— volver a trabajar.
Mi labor como instructor en una academia administrada por las Hijas de San José me motivaba. Pero el cuerpo no cooperaba. Movilizarme era cada vez más doloroso.
Las hermanas, con toda su bondad, me prestaron unas muletas. Aun así, cada día se volvía un sacrificio. También recuerdo haber utilizado un andador que unos vecinos de mis suegros me prestaron.
Algunas veces, el pie se inflamaba tanto que apenas podía sostenerme en pie.
Y entonces ocurrió… un día en que el dolor fue insoportable. Me encontraba en la academia cuando el pie se inflamó demasiado.
Le avisé a las hermanas. Una de ellas se acercó y, al verme, decidió actuar. Me recostaron en una pequeña bodega.
Elevamos el pie. Aplicaron lienzos húmedos, intentaron calmarme. No recuerdo bien qué más hicieron… pero sí recuerdo sus rostros.
Había preocupación. Verdadera preocupación.
Una persona ahí lo dijo con claridad:
—“Esto no es normal. Debes buscar una segunda opinión médica.”
Fue un momento difícil. El cuerpo gritaba. Mientras yo, lloraba por dentro.
La incertidumbre volvía.
Mientras tanto, mi esposa y mi hija mayor —con amor y entrega— comenzaban a cubrir mis labores académicas cuando yo no podía asistir.
Yo me sentía quebrado. Agradecido. Triste. Lleno de fe. Todo al mismo tiempo.
Y hoy, mientras escribo estas palabras, siento cómo los recuerdos vuelven,
no solo a la mente, sino al corazón.
Revivirlo duele. Pero también me recuerda
cuántas personas fueron luz
cuando el camino parecía apagarse.
Lágrimas caen mientras estas líneas toman forma, no por debilidad… sino porque aún
hoy me cuesta creer lo que viví.
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Denme un momento, iré a respirar un poco de aire fresco…
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testimonio de crecimiento personal, testimonio de la vida real, fe y esperanza
Editado: 15.12.2025