Cuando Dios me quito la pierna

Capítulo V: Todo se empieza a oscurecer.

Conforme más escribo, más lo siento. Las palabras ya no salen solo de la memoria…

Salen del corazón herido.

Mientras escribo estas líneas, una mezcla de emociones se hace presente. Tristeza, dolor, angustia, frustración, miedo.

Todo se agrupa dentro de mí.

Hay momentos en que he querido detenerme… cerrar el documento, dejar esto para otro día.

¡Pero no lo haré!

Este testimonio no es solo mío.

Es también de ustedes, que lo leen.

Y por encima de todo, es de Él.

De ese Dios que no me ha soltado,

aunque a veces sentí que sí.

Costras que parecían señal de sanación

Dentro de todos los síntomas que ya cargaba encima, un nuevo “signo” se presentó en mi pie.

Costras.

Al verlas por primera vez, pensé que era buena señal.

Después de todo, cuando hay costras es porque la piel está sanando, ¿cierto?

Me aferré a esa idea como quien se abraza a una tabla en medio del naufragio. Pero no fue así.

Con el paso de los días, las costras crecieron, no solo en tamaño, sino en grosor. No se caían. No se reducían. Se endurecían y avanzaban.

Entonces ocurrió un gesto providencial.

Una ministra de la Eucaristía, que me visitaba todas las semanas para llevarme el Cuerpo de Cristo —porque ya no podía salir de casa— vino como siempre.

Al verme, me preguntó cómo iba todo, y le mostré mi pie. Su rostro cambió. Su mirada se volvió seria.

Con cariño, pero con firmeza, me dijo:

—Erik, eso no es normal.

Tienen que ir a otro lugar, buscar una segunda opinión. Que te revisen bien.

Ese fue el segundo llamado. Y lo tomamos como señal.

Siguiendo ese consejo, mi esposa y yo siempre apoyados por mis padres, fuimos a un centro especializado.

Ahí, el médico que me atendió fue claro y directo.

—En personas con diabetes —dijo— no es normal que se formen costras así. Estas costras no son señal de sanación, sino de lo contrario:

Una capa que impide que la piel respire y cicatrice.

Me explicó que había que retirarlas de inmediato, o seguirían creciendo y agravando la zona. El procedimiento se realizó ese mismo día.

Fue muy doloroso.

Uno de tantos momentos que han quedado grabados no solo en mi piel… sino en mi alma.

Después del retiro de las costras, me lavaron el pie, aplicaron una pomada especial, cubrieron con gasas y me enviaron a casa con indicaciones claras: curaciones un día sí y un día no, aplicación de pomada y mantener el área cubierta.

Una nueva batalla inesperada

Seguimos el tratamiento con responsabilidad.

Mi esposa fue mi enfermera fiel. Cada curación la hacía con cuidado, ternura y atención.

Sabíamos que era lento, pero aún creíamos que funcionaría. Hasta que una mañana…

Ella amaneció mal.

Un fuerte dolor en el abdomen la hizo doblarse del dolor. Al principio pensamos que sería algo digestivo, un malestar común.

Pero el dolor se intensificó rápidamente. No podía más.

Tomó la decisión de ir al centro de salud, donde le indicaron que debía ir de emergencia a un hospital.

Y ahí, en ese momento, todo se empezó a oscurecer. Ya no era solo mi pie. Ya no era solo mi cuerpo quebrado.

Ahora era mi esposa.

Mi compañera, mi fuerza… mi pilar se estaba quebrando. Y no por decisión propia, su cuerpo también gritaba desde adentro.

A partir de acá todo iría de “mal en peor”.

Escribir estas líneas me cuesta. Mucho.

Lágrimas brotan no solo por el dolor físico que revivo, sino por la carga emocional que esa etapa representó.

Cuando uno siente que lo está perdiendo todo, y además ve caer a quienes le sostienen… el alma tiembla.




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