Dicen que cuando más oscuro está el cielo, es porque el amanecer está cerca.
Pero en ese momento…
yo ya no veía el amanecer por ninguna parte.
Mi compañera ahora en la camilla
Mi esposa, esa mujer fuerte que había sido mi enfermera, mi cuidadora, mi consuelo, amaneció con un dolor agudo en el abdomen.
El diagnóstico no tardó en llegar: apendicitis. Requería urgentemente que intervención quirúrgica.
Fue trasladada en ambulancia desde el centro de salud al hospital del Seguro Social, un derecho que gracias a Dios ella tiene por tener un trabajo formal. Yo… no.
Desde casa, empezaban mis noches oscuras, me sentía inútil, inservible, impotente. Ella en una camilla, yo en una cama.
Ella con dolor insoportable, y yo con el corazón partido. No pude acompañarla. No pude sostenerle la mano, ni estar en la sala de espera, ni abrazarla antes de entrar al quirófano.
Sentí que le fallé en el momento en que más me necesitaba.
Pasaron más de ocho largas horas hasta que por fin fue ingresada a cirugía. Ya se imaginarán… muy Seguro Social, pero muchas veces igual o peor que el sistema de salud pública.
Gracias a Dios, la operación fue un éxito. El apéndice fue extraído y no hubo complicaciones.
Una separación necesaria… y dolorosa
Fue entonces cuando, tomamos una decisión dolorosa pero necesaria: ella no podía volver a casa.
Sus cuidados postoperatorios exigían higiene, descanso, buena alimentación y apoyo.
Y yo no podía dárselo. Yo necesitaba lo mismo.
Como alguien comentó con sabiduría (aunque dolió escucharlo):
“Dos enfermos en casa sería una carga difícil de sostener.”
Así que ella se fue a casa de su mamá, donde fue cuidada por su familia.
Yo me quedé… “solo”.
Sí, tenía compañía física, pero mi sentimiento de abandono y soledad crecían hora tras hora.
Mi hija mayor y mi cuñada ahora me realizaban mis curaciones. Y no dudo que lo hacían con esmero, con cariño, con dedicación.
Pero mi alma ya no estaba bien.
Todo dolía más.
Las curaciones comenzaron a doler más. Sentía una sensibilidad extrema en la zona afectada. Cada movimiento, cada toque, cada gasa, cada pomada… era un tormento.
Pasaron tal vez dos o tres curaciones más, y el dolor se volvió aún más insoportable.
Y como si no fuera suficiente, empezaron las fiebres nocturnas.
Todos los días, exactamente a las 7 de la noche, me comenzaba a subir la fiebre. Siempre a la misma hora. Siempre con la misma intensidad. Siempre con la misma duración.
La lógica médica no me daba respuestas claras.
Y entonces, mi mente… mi fe, incluso… empezó a tambalearse. Me pregunté si acaso había algo más detrás de todo esto. Un mal espiritual, un “trabajo”, un ataque del enemigo.
Un pensamiento que se encarno en lo mas profundo de mi mente y de mi corazón, pensaba en que definitivamente debí haber sido una muy mala persona para que alguien me estuviera haciendo daño de esa manera, y que definitivamente, el odio que me tenía o tenían era tanto que no querían acabar conmigo de forma rápida, sino, de la manera mas lenta, cruel y dolorosa posible.
Porque el patrón se repetía con una precisión casi diabólica.
El falso alivio
Un día, mientras me curaban, me animé a observar con más detalle. Porque si, me daba miedo ver mi pie.
La costra había desaparecido.
¡Por fin!
Sentí una alegría espontánea, como quien ve una señal de sanación.
Pero esa alegría duró poco.
En lugar de la costra, lo que cubría la herida era una capa negra de piel. Algo que yo, ingenuamente, interpreté como una costra más fina.
Costra, que resulto no serlo.
Era algo peor.
Una señal de que las cosas habían seguido avanzando… en silencio… con más gravedad.
Pero en ese momento, aún no lo sabía.
Y mientras escribo estas palabras, no puedo evitar que las lágrimas vuelvan a brotar.
No es solo el recuerdo. Es revivir el abandono, la impotencia, el miedo…
Y esa pregunta que retumbaba en el alma:
¿Hasta cuándo, Señor? ¿Hasta cuándo?
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testimonio de crecimiento personal, testimonio de la vida real, fe y esperanza
Editado: 15.12.2025