Cuando Dios me quito la pierna

Capítulo VII: Cuando el alma entra en guerra.

Hay batallas que se libran con agujas, medicamentos y tratamientos… Y hay otras, más silenciosas, más crueles, más oscuras… que se libran en el alma.

Esta fue una de ellas.

La noche más oscura

Los episodios de fiebre nocturna que ya se habían vuelto rutina alcanzaron su punto más alto una noche. Una noche marcada a fuego en mi memoria.

Dormía en la sala de mi casa. Por mis limitaciones de movimiento, era el único lugar accesible: cerca del baño, del comedor, y además me permitía recibir visitas que me acompañaban durante el día.

Pero esa noche… esa precisa noche, no había “nadie”. Estaba completamente solo. Mi esposa quien era quien siempre me acompañaba, estaba “lejos de mi”. Mis padres ya descansando en su cuarto. Mis hijos en el segundo nivel, también recargando energías.

Y justo a la misma hora de siempre…

Llegó la fiebre. Pero no era como antes. Era peor.

Un dolor más intenso, más profundo, más desesperante. Sentí que no solo mi cuerpo, también mi mente y mi alma, ya no podían soportar más.

A mi izquierda, sobre la pared, hay un altar religioso con variedad de signos e imágenes de nuestra fe católica.

Lo miré con rabia, con enojo, con furia, sentimientos involuntarios pero que nacían de las profundidades de mi ser, literalmente con la fe hecha pedazos.

Y entonces exploté.

—¿¡Cómo puedes decir que eres Padre!? —grité entro de mi entre lágrimas—

¡Si ves a tu hijo sufriendo así y no haces nada! Tu palabra dice “Pide y se te dará” ...

¡¿Y cuántas veces te lo he pedido?! En oraciones, pensamientos y lagrimas.

Cientos de veces he dicho como el leproso: “Señor, si tú quieres, puedes sanarme”

Y entonces entiendo que simplemente... ¡no quieres!

—Y tú… “Hermano” … ¿cómo puedes llamarte así?

¿No ves mi dolor?

¿No puedes voltear la mirada de Dios hacia mí?

Mi mente, mi alma, estaban quebradas. Perdí mi fe esa noche. Así de claro. Así de duro.

El susurro del abismo

Pero lo peor… aún no había llegado. Un hedor comenzó a emanar desde los costados de mi cama.

Lo primero que pensé fue que de tanto dolor me había "ensuciado" sin sentir, sin darme cuenta. Me revisé… pero no era yo.

Y entonces, el miedo me envolvió. Ese miedo que lo sientes como un escalofrío que te recorre desde la punta de los pies hasta la punta de la cabeza.

A mi lado, pude ver claramente una silueta oscura. No era una sombra cualquiera. Era una “presencia”. Como lo sabia o como la reconocí, pues no era la primera vez que “algo” así, se me aparecía en mi vida.

Se acercó a mi oído para susurrar: —“Erik, si quieres… puedes acabar con ese dolor rápidamente. Yo sé que tú, no eres ningún tonto, estas sufriendo porque quieres.”

Y con esas palabras, comenzaron las ideas. Imágenes. Pensamientos. Formas de terminar con todo desde esa misma cama. No necesito explicar más. Sabes de qué hablo. Sabes lo que el enemigo intentaba que hiciera.

Las voces no se detenían. Eran cada vez más fuertes. Más insistentes. Más tenebrosas y mórbidas.

—“Erik, si quieres… puedes acabar con ese dolor rápidamente.”

Puedo decir, que, en ese preciso instante de mi vida, sentí lo que realmente era el pánico, el miedo y el terror juntos dentro de mi ser. Porque aunque no era la primera ocasión que veía una presencia, era la primera ocasión que se comunicaba conmigo.

Por más que intentaba, no me podía mover, y no, no era un sueño ni una pesadilla, todo estaba pasando mientras yo estaba despierto. Mi respiración acelerada, mi cuerpo congelado, mi mente aturdida y mi alma, mi alma clamando por auxilio.

Y entonces, volví a mirar hacia el altar. Y vi un rosario.

Con el poco aliento que me quedaba, entre lágrimas y temblores, clame:

—Mamita, tú sabes que estoy sufriendo mucho… y sé que serías incapaz de dejarme sufrir más. Por favor, ayúdame.

El sueño

En ese instante… logré cerrar mis ojos y caí en un sueño profundo, tan profundo como hace meses o quizás años no había podido dormir. Y paso, un sueño tan claro, tan real…

Que aún hoy lo recuerdo con cada detalle y no solo el detalle visual, recuerdo los olores y las sensaciones que tuve durante ese sueño.

Estaba sentado sobre una silla en lo que parecía ser la orilla de una playa, atado, derrotado, cabizbajo. Y frente a mí, de pie, una mujer. Pero no cualquier mujer. “Ella”.

Con voz serena, firme y dulce, me dijo: —“Llegó la hora. Debes soltarlo. Tenemos que partir.”

Extendió su mano hacia mí. La tomé. Y al hacerlo, sentí cómo las cadenas que me sostenían a la silla, los yunques que tenía bajo mis pies caían de mi cuerpo.

Vi cómo caminaba junto a ella hacia el horizonte. Paso a paso. Sin miedo. Sin dolor.

Mi primer pensamiento al despertar fue: “Voy a morir.” Y me vinieron a avisar.




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