Cuando Dios me quito la pierna

Capítulo IX: El día que todo se detuvo.

Antes de continuar, quiero ser honesto con cada lector que me ha acompañado hasta aquí: posiblemente algunos detalles se me pasen por alto o quizá los cambie de orden en el cual verdaderamente ocurrieron, tal vez por descuido o simplemente por bloqueo mental.

Muchos recuerdos son borrosos, otros dolorosos…

Y algunos van regresando conforme escribo estas líneas que en algún momento quise enterrar para siempre en lo más profundo de mi mente. De hecho, leí al menos 7 veces mi libro y en cada ocasión fui agregando detalles que venían a mi mente, inicialmente solo escribí 17 páginas, con esto pueden darse una idea de cómo mi testimonio en este libro se fue nutriendo.

Escribir esto me cuesta. Pero lo hago porque alguien lo necesita. Lo hago porque esto ya no es solo mío.

48 horas de silencio, fiebre y lucha

Después del desbridamiento, nos dijeron que debíamos esperar 48 horas. Horas que fueron eternas.

Aplicaciones de medicamentos, silencios incómodos, incertidumbre, visitas breves… y un tema que empezaba a causar ansiedad: el costo del procedimiento y la hospitalización.

Lo que al inicio iba a costar "poco", ya iba superando los Q10 mil. La carrera por conseguir el dinero se hizo más urgente con cada hora.

Yo seguía… peleado con Dios. Aún tenía esperanza, pero no fe.

Y seguía sin saber lo que estaba por venir.

El rostro del médico

Llegó el día. Por la tarde, después de la impaciente espera. El doctor llegó con su equipo.

Se notaba que traía ilusión, como quien espera ver progreso.

Inició el proceso de revisión. Empezó a quitar las vendas, mientras yo temblaba por dentro. Pero antes de ver mi pie, vi su rostro.

Y su rostro… me lo dijo todo.

Decepción. Impacto.

Una mezcla que no sé describir, pero que me destrozó.

Bajé la mirada. Y vi mi pie. O mejor dicho… lo que alguna vez fue un pie.

No entraré en detalles gráficos, porque las imágenes aún me persiguen y son muy fuertes y grotescas. Solo diré que nada de lo que vi era esperanzador.

“Doctor… dispare con todo”

En medio de esa escena, solo pude pronunciar una frase:

—Doctor… usted dispare con todo. No quiero falsos ánimos. No quiero que le dé vueltas al asunto. Hable claro.

Cabe resaltar que, durante el proceso de revisión, le pedí a mi madre que saliera de la habitación. Sabía que no quería que viera lo que yo vi. Fue lo mejor que pude hacer por ella.

El doctor se sentó… y luego la mandó a llamar. Y fue en ese momento que soltó la frase que partió mi vida en dos:

—Erik… lo más probable es que haya que amputar.

Intenté contenerme… Pero fue inútil. El doctor explicó que había otras opciones. Tratamientos, intervenciones, medidas… Pero también dejó claro que eran demasiado costosos. Fuera de nuestro alcance.

El mundo dentro de mí se detuvo. Recuerdo escuchar a mi madre hablar con mi padre entre llanto, allá al fondo de la habitación.

Yo tomé el celular y llamé a mi esposa. Me quebré. Las palabras… ya no las recuerdo bien. Pero sí recuerdo lo que dije con el corazón destrozado:

—¿Dónde está Dios en este momento?

¿Dónde quedó el “todo va a salir bien”?

Fue un golpe brutal.

Pensar en todo lo que iba a cambiar. Ver a mi madre desconsolada. Ver a mi esposa sufrir por mí… desde lejos. Toda esa tarde fue simplemente… horrible.

Antes de que el doctor se fuera, le dije:

—Doctor… si me van a tener que amputar, prefiero que me dé de alta. En cualquier hospital público pueden hacerlo… y ya no tendré que pagar más.

Accedió.

Ordenaron preparar la cuenta para darme salida al día siguiente.

Una noche que no terminaba

Llegó la noche… Y no podía dormir. La noticia me martillaba el alma. No lograba asimilar lo que me estaba pasando, y aun menos, asimilar todo lo que se venía a futuro, mi mente dibujaba puros escenarios negativos.

Un enfermero entró a la habitación. Le conté que no podía descansar y que tenía mucho dolor. Me dijo que, dentro de lo que ya se había cobrado, había un calmante fuerte disponible. Un derivado potente, más que los que me habían puesto antes.

Le dije que sí. Que ya no aguantaba más.

Recuerdo que me dijo:

—Colóquese en una posición cómoda.

Este medicamento es fuerte y rápido lo pondrá a dormir.

Sentí la aguja. Y en segundos… todo se apagó.

Esa noche terminó el día más duro de mi vida. Una jornada de diagnósticos crueles, noticias lapidarias, lágrimas, impotencia, y la sensación de que algo en mí había muerto… aunque yo aún seguía vivo.




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