Terminó la noche.
Y amaneció el domingo.
La luz del sol entraba tímidamente por la ventana de aquella clínica, pero mi alma seguía en tinieblas.
La cabeza me daba vueltas. No había podido digerir la noticia. Aún sentía el dolor del diagnóstico. Y por si fuera poco… no teníamos el dinero para pagar la cuenta.
La cifra superaba los Q14 mil. Y nos habían dado hasta el mediodía para saldarla.
Una llamada inesperada
En medio de mi angustia, sucedió algo que nunca voy a olvidar.
Recibí una llamada de una Hermana de San José, una persona a la que mi familia y yo le tenemos un gran aprecio. Ella ya no se encontraba en Guatemala, pero siempre estuvo pendiente de mí, a través de mensajes, saludos, oraciones.
Pero esa mañana… no fue un mensaje. Esa mañana me llamó.
Me saludó con su ternura de siempre, y luego me preguntó cómo estaba.
Le conté todo: el diagnóstico, la cuenta, la tristeza, el dolor, la frustración, la ira, la incertidumbre… y también le hablé de mi pelea con Dios.
Ella me escuchó con paciencia. Dejó que me desahogara. Y después, con esa voz suave y firme, me dijo algo que cambiaría mi corazón:
—Erik, piensa en Job.
Lo perdió todo, sufrió como tú… pero su fe nunca se quebró.
Y luego me dijo:
—Tal vez ya no debas pedirle a Dios que te sane o que salve tu pierna.
Mejor ora así:
“Señor, pídeme lo que quieras y dame lo que necesito.” – Es importante indicar que es así, como yo recuerdo la oración, puede que originalmente haya sido diferente, pero lo que esa oración hizo en mí y en mi proceso fue, es y seguirá siendo muy impactante.
Colgué la llamada. Y me quedé en silencio.
Las palabras de la Hermana retumbaban en mi mente. Entonces recé, con la voz entrecortada:
—Señor… pídeme lo que quieras, y dame lo que necesito.
Ya no voy a pedir más. Ya no voy a hablar. Solo voy a escuchar.
Y sucedió algo extraordinario. Una paz inmensa descendió sobre mí. Como un manto tibio sobre mi alma rota. Recordé el sueño de aquella mujer que me tomó de la mano y me dijo que debía soltar.
Y en ese momento, solté.
Sentí que algo se arrancaba de lo más profundo de mi pecho. Una carga. Un peso. Un dolor viejo. Y supe —¡por fin lo supe! — que Dios siempre había estado ahí.
Que Él nunca se había ido. El que no podía verlo… era yo.
Que, a pesar de “haber tenido fe”, nunca me había tomado el tiempo de dejar de pedir y simplemente callar y escuchar. De verdaderamente abandonarme a su voluntad.
De dejar de “pedir”, incluso en ocasiones “exigir” por situaciones específicas.
“Dios tiene el control de todo”
Volteé a ver a mi madre, que estaba llena de angustia. Y le dije con una serenidad que hasta a mí me sorprendió:
—Tranquila, Madre. Dios tiene el control de todo. Sea cual sea su voluntad, todo saldrá bien.
Llamé a mi esposa. Le conté mi experiencia, mi oración, mi liberación.
Ella se sorprendió tanto, porque apenas unas horas antes, quien hablaba era un hombre sin fe. El mismo que había perdido toda esperanza. El mismo que derrotado, peleaba con y por todo. El mismo que no creía ya en nada ni nadie. El mismo… simplemente lo dejo de ser.
Ahora le decía: “Dios está con nosotros.”
También le comenté que la Hermana me había dicho que iniciáramos una novena a San José, y que en las intenciones pidiéramos específicamente por nuestras necesidades, siendo estas, interceder por mí y brindarnos los medios para conseguir el dinero para poder pagar la deuda de la clínica.
Esta invitación la extendimos a familia y amigos y nos pusimos de acuerdo para iniciar la novena ese mismo día y en el mismo horario, no recuerdo bien si fue a las 18 o 19 horas, de lo que estoy seguro es que muchas personas iniciamos el rezo de la novena a San José ese mismo día.
La respuesta a las peticiones no tardó en llegar… ocurrió el milagro. Para el domingo ya se había recaudado el dinero necesario para poder cubrir esos gastos.
El dinero llegó. Gracias a las personas que Dios puso en nuestro camino, recuerdo que casi contra el tiempo, porque si, el enemigo no deja de colocar obstáculos en el camino, mi papá luego de una serie de dificultades, logro llevarnos el efectivo hasta la clínica.
Salí de la clínica. No mejor… pero sí más libre que nunca.
Ahora venía la segunda parte: buscar un hospital público que pudiera hacer el procedimiento de amputación. El doctor me había entregado un documento donde detallaba los hallazgos del desbridamiento y donde recomendaba la amputación del miembro inferior. Solo faltaba un estudio más, para determinar a qué altura debía hacerse el corte.
Y ahí comenzó una nueva travesía.
Una diferente… pero no menos dolorosa.
Una donde el cuerpo tendría que ser cortado, pero donde el alma ya había sido restaurada por completo.
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testimonio de crecimiento personal, testimonio de la vida real, fe y esperanza
Editado: 15.12.2025