Cuando el corazón despierta

Capítulo 3 - Aurora

El agua caliente me cae por la espalda en cuanto entro en la ducha y siento una especie de abrazo que me recorre entera. Todavía, después de tantos meses, sigo preguntándome qué falló, qué hice mal, qué hizo que algo construido durante años se derrumbara en cuestión de segundos.

Cuando salgo, me miro al espejo. Estamos a inicios de septiembre; aún no hace demasiado frío aquí, aunque el aire londinense siempre tiene ese toque fresco que se cuela por los huesos si le das permiso.

Me pongo unas medias y un vestido negro pegado por encima de las rodillas. Tengo el pelo… decente, pero aun así me hago un semirecogido rápido para darle algo de forma. Me pinto los labios y las pestañas. Llevaba mucho sin arreglarme. Me veo bien, pero todavía no me siento yo. Aún no.

Cuando salgo del baño, Paula me espera en el salón. Está radiante con ese vestido rojo a juego con sus labios.

—Ese pelo —le digo, señalándola—. De verdad ha sido una de las mejores decisiones de tu vida.

—¿Y tú? ¿Cuándo piensas arreglarte ese pelo? Creo que la última vez que fuiste a la peluquería aún estabas con Cristian.

El nombre me golpea en el pecho. Es automático: mis ojos se humedecen, como si alguien hubiese abierto un poco más la herida sin avisar.

—Lo siento, Auri, soy una insensible —dice acercándose y dando un beso suave en mi mejilla.

—No pasa nada, me tengo que acostumbrar —respondo respirando hondo.

Paula se queda unos segundos observándome, como si quisiera asegurarse de que sigo entera.

—Bueno, vamos a por unas fresas con chocolate y a ver el atardecer en la Torre de Londres —dice con esa sonrisa que siempre, siempre consigue aflojarme el pecho.

—Ese plan siempre será mi favorito —contesto mientras termino de ajustar el vestido.

Caminamos hacia la puerta, y por primera vez en mucho tiempo siento que empiezo a respirar tranquila.

Camden está lleno de vida: música, olor a comida, luces, gente que habla en mil idiomas. Paula va deteniéndose en todo —es incapaz de caminar sin enamorarse de algo— mientras yo avanzo un poco más, distraída con un puesto de flores.

Y entonces, pasa.

Alguien choca conmigo como si me hubiera estampado contra una pared con piernas.

—Ay —digo, llevándome una mano al pecho—. Perdón.

El chico levanta la mirada del móvil. Sus ojos son oscuros, intensos, como si guardaran tormenta. No sonríe. No dice hola. Ni nada. Me mira como si yo le hubiera interrumpido un pensamiento importante.

Huele…

no sé, a ropa recién secada, a madera húmeda, a algo frío y limpio que no sabría explicar. A invierno. A noche.

—Mhm —responde. Un sonido, no una palabra.

Yo doy el paso hacia un lado, aunque claramente él ha sido el que ha chocado conmigo. Y aun así, se va caminando como si yo no hubiera existido.

Bien. Maravilloso. Un encanto.

Vuelvo con Paula intentando no parecer demasiado alterada.

—¿Dónde estabas? —pregunta, aún mirando unos pendientes.

—Teniendo un encuentro cercano con un borde —murmuro.

Ella ríe sin entender del todo, y seguimos caminando.

Cogemos el metro hacia Tower Hill y, cuando salimos, el aire cambia. Huele a río, a piedra antigua, a historia.

Subimos los Tower Hill Steps, los escalones que dan al río, justo frente a la Torre de Londres. Desde arriba se ve todo:

la torre iluminada, el Támesis, el skyline de The City, y el Tower Bridge, azul y majestuoso.

Nos sentamos en uno de los escalones. Paula abre el tupper de fresas —la mitad cortadas, porque es un alma dramática— y me lo pone delante.

—Aurora —dice después de un silencio—. ¿Cómo estás? Pero de verdad.

Miro el puente. Miro el agua. Respiro.

—No quiero hablar mucho del tema —respondo—. Sigo sin entender cómo pasó. No puedo evitar pensar que fue culpa mía.

Paula deja el tupper y me coge las manos.

—No fue culpa tuya, Auri. Te lo repetiré las veces que hagan falta.

Trago saliva. Siento la garganta apretada.

—Supongo que algún día dejará de doler así —murmuro.

Paula aprieta mis manos.

—Y cuando pase —dice con esa seguridad que me sostiene—, vas a respirar más fuerte que nunca.

Miro las luces reflejadas en el río. Y, por primera vez en semanas, siento una chispa.

Una chiquitita.

Pero mía.




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