Cuando despierto me cuesta reconocer dónde estoy. Durante unos segundos no ubico el techo blanco ni la ventana, hasta que recuerdo que estoy en Londres, en casa de Paula. Cojo el móvil y veo el grupo de las chicas: Inma, Julia y Nora, mis mejores amigas. Ojalá estuvieran aquí conmigo.
Escribo un mensaje rápido:
“Todo bien, chicas. El lunes tengo la entrevista. Os quiero.”
Las respuestas llegan de inmediato y mi corazón se expande un poco más. Nunca fallan.
Al salir de la habitación encuentro a Paula haciendo el desayuno: porridge con miel, frutos rojos y plátano. Es mi desayuno inglés favorito.
—Buenos días, Pau —digo respirando profundamente—. ¿Y ese café?
—Sip —dice, tendiéndome una taza.
—¿Es café de verdad o café inglés? —pregunto, dándole un sorbo.
—Yo no me bebo un café que sea agua marrón, Aurora, ¿qué pregunta es esa? —responde entre risas.
El café me reconforta y activa algo en mi cuerpo.
—¿Qué vamos a hacer hoy? —pregunto, robándole una cucharada de porridge.
—Hoy tenemos día de chicas: pelu, comida y cine. ¿Qué te parece? —dice mientras recoge la cocina—. Viene mi amiga Lily, así vas conociendo gente.
Sonrío. Me gusta cómo suena eso de “día de chicas”.
Después de desayunar me visto con unos vaqueros y un jersey ancho, y recogemos la cocina entre las dos. Paula no para de hablar mientras friega los platos y yo seco.
—Te va a venir genial cambiarte el pelo, ya verás —dice—. Llevas mucho tiempo sin hacerte nada.
Y tiene razón. Llevo meses mirándome al espejo y viendo a alguien que no termino de reconocer.
Salimos a la calle y cogemos el metro. El trayecto se me pasa volando entre anécdotas de Paula del trabajo y chistes malos que solo nos hacen gracia a nosotras.
La peluquería está en una calle tranquila, con escaparates llenos de plantas y luces pequeñas en la puerta. En cuanto entramos, una chica delgada con flequillo perfecto nos sonríe desde el mostrador.
—Hi, girls, ¿queréis un té? —pregunta en inglés.
—Sí, por favor —respondemos casi a la vez.
Nos hacen sentarnos en dos sillones enormes frente al espejo. Me quito la chaqueta y dejo el bolso a mis pies mientras la peluquera me rodea, estudiando mi pelo como si fuera a hacer un examen.
—Lo tienes muy largo, almost to your waist —dice, tocando los mechones—. Está sano, pero se nota que hace tiempo que no te haces nada.
Asiento. Mi pelo rubio me llega casi hasta la cintura. Siempre ha sido como una especie de escudo, algo detrás de lo que esconderme cuando no me siento bien.
—Había pensado en unas mechas suaves y un corte mariposa, butterfly cut —explica—. Te va a dar movimiento sin quitarte mucho largo.
Trago saliva. Me da miedo cambiar, pero a la vez siento que lo necesito.
—Vale —digo al final—. Confío en ti.
Paula me mira desde el sillón de al lado con una sonrisa enorme.
—Te va a quedar brutal, Auri.
Mientras me separan el pelo en mechones y empiezan a poner el papel de plata, nos traen el té. Lo cojo con las dos manos y dejo que el calor me temple por dentro. Llevo tanto tiempo sintiéndome apagada que casi se me había olvidado lo que era hacer algo solo por mí.
La peluquera trabaja rápido. Siento los tirones suaves del peine, el olor a tinte mezclado con el champú caro y el murmullo de las conversaciones de fondo. Cierro los ojos un momento y me dejo llevar.
Cuando llega la parte del corte, vuelvo a abrirlos. Veo cómo caen pequeños mechones rubios al suelo. No son muchos, pero me da la sensación de estar dejando atrás algo más que pelo.
—Listo —dice ella al final, apagando el secador—. ¿Preparada?
Asiento despacio.
Cuando me gira hacia el espejo, tardo un segundo en reconocerme. El rubio está más luminoso, el corte en capas enmarca mi cara y el pelo cae con movimiento sobre los hombros. Sigo siendo yo, pero una versión un poco más viva.
—Madre mía, Aurora… —dice Paula acercándose—. Estás guapísima.
Noto cómo se me enrojecen las mejillas.
—Llevaba demasiado tiempo sin arreglarme —admito—. Me costaba hasta mirarme al espejo.
—Pues eso se acabó —responde ella, sacando el móvil—. Ven aquí, que esto hay que documentarlo.
Nos hacemos un montón de fotos: juntas, por separado, sacando morritos, riéndonos. Le mando una al grupo de las chicas y enseguida empiezan a llegar mensajes de “tía qué guapa”, “lookazo” y corazones.
Salimos de la peluquería más ligeras, con el pelo oliendo a champú y laca.
—Ahora comida —anuncia Paula—. Te voy a llevar a un mercado que te va a encantar.
Cogemos de nuevo el metro y bajamos en la parada de London Bridge. Caminamos unos minutos hasta llegar a Borough Market. El ruido me envuelve al instante: gente hablando en mil idiomas, risas, música lejana. El olor a pan recién hecho, especias y comida de todos los rincones del mundo me hace rugir el estómago.
—Vale, esto es increíble —digo mirando a mi alrededor.
Después de dar varias vueltas acabamos comprando dos cajas de comida: yo me decido por una pasta fresca con salsa de queso y Paula por un curry que huele a gloria. También cogemos dos latas de refresco y nos sentamos en un banco a un lado del mercado.
—Bueno —empiezo mientras remuevo la pasta—, ¿y tú qué tal? ¿Cómo te va en el trabajo? ¿Te estás adaptando?
Paula hace una mueca que mezcla emoción y misterio.
—Bien… muy bien, la verdad. Pero de eso aún no te voy a contar nada.
La miro con los ojos entrecerrados.
—¿Cómo que no? ¡Cuenta!
—Solo te diré que hay algo interesante —dice, dando un sorbo a su bebida—, pero todavía es pronto. Cuando toque serás la primera en saberlo, lo prometo.
—Qué fuerte, vienes con secretos incluidos —bromeo, empujándola con el hombro.
—Es para mantener la intriga —responde guiñándome un ojo.
Seguimos comiendo y hablando de cosas más sencillas: de mis padres, de Claudia, de lo raro que se me hace no ir a la universidad este año con las chicas. Paula escucha con paciencia, como siempre, y de vez en cuando me aprieta la pierna por encima del vaquero cuando ve que se me humedecen los ojos.