Cuando abro la puerta de casa, escucho risas viniendo del salón. Dejo el abrigo en el perchero y asomo la cabeza: Paula y Lily están sentadas en el suelo, rodeadas de cojines, con una taza de té cada una.
—¿Y esa cara? —pregunta Paula en cuanto me ve—. Suéltalo ya.
—Hola, Aurora —dice Lily con su sonrisa tranquila—. ¿Qué tal ha ido?
Me dejo caer en el sofá con un suspiro largo.
—Ha ido… bien. Muy bien, de hecho.
—¿Te han cogido? —Paula casi se levanta de un salto.
—Sí —digo, y entonces me entra la risa nerviosa—. El puesto es mío. Empiezo mañana.
Paula pega un grito y se lanza a abrazarme. Lily aplaude despacio, pero se le nota igual de contenta.
—¡Lo sabía! —dice Paula—. Si es que eres una crack, tía.
—¿Y el jefe qué tal? —pregunta Lily, curiosa.
—Muy majo, la verdad. Se llama Neil, parece bastante cercano. Pero… —hago una mueca.
—Pero —repiten las dos a la vez.
—Pero tengo un compañero de trabajo que… —me muerdo el labio—. Es el idiota con el que me choqué el otro día en el portal.
Paula abre mucho los ojos.
—¿En serio?
—En serio. Se llama Liam. Es traductor también. Muy agradable todo… —digo con sarcasmo—. Me ha dado la mano como si estuviéramos en un combate de lucha libre.
Lily se ríe.
—Typical British man. Creen que apretar la mano es una personalidad.
No puedo evitar reírme yo también.
—Pues eso, que voy a tener que verlo cada día. Maravilloso.
—Bah, igual luego es majo —dice Paula, aunque ni ella misma suena convencida—. Venga, vamos a celebrar que tienes curro.
Terminamos haciendo comida las tres juntas. Paula corta verduras como si estuviera en un programa de cocina, Lily se encarga de la carne y yo del arroz porque es lo único que nunca quemo. Ponemos música de fondo y acabamos bailando alrededor de la encimera con cucharones en la mano.
—Me gusta esta casa —pienso en voz alta mientras recogemos los platos—. Hacía mucho que no me sentía tan… acompañada.
—Pues ya es tu casa también, tonta —dice Paula, dándome un golpecito con el codo.
Por la tarde vienen un par de amigos suyos y de Lily, Jake y Hannah, a “echar la tarde”. Terminamos jugando a juegos de mesa en el salón, entre gritos, risas y acusaciones de trampas en medio de una partida de cartas. Yo pierdo casi siempre, pero me da igual. Me lo estoy pasando demasiado bien como para preocuparme de ganar.
Jake es alto, moreno, lleva barba de tres días y camisetas de grupos que no conozco; Hannah aparece con un jersey enorme azul y una trenza medio deshecha, y habla un español sorprendentemente bueno para las veces que, según ella, ha pisado España.
Cuando ya se ha marchado todo el mundo y estamos guardando las cosas, empieza a sonar música muy alta, como si el techo vibrara. Batería, guitarras, voces.
—¿Qué es eso? —pregunto frunciendo el ceño.
Paula ni se inmuta.
—El vecino del tercero. Tiene un grupo y ensayan aquí algunas noches.
—¿Ensayan o intentan derrumbar el edificio? —pregunto mientras otra ráfaga de batería retumba encima.
—Te acostumbrarás —dice riendo—. Son majos, eh. Solo… ruidosos.
No estoy tan segura de acostumbrarme. Son las once de la noche y siguen tocando. Doy vueltas en la cama, mirando el techo, escuchando cómo la guitarra sube y baja como si tuviera vida propia. Entre eso y los nervios del primer día de trabajo, me cuesta horrores dormirme. Al final caigo, algo enfadada, justo cuando parece que por fin guardan los instrumentos.
Cuando suena la alarma, siento que he dormido media hora. Me levanto de golpe. Primer día. Respira, Aurora.
Me doy una ducha rápida y me quedo un rato delante del armario, con la toalla aún en la cabeza. No tengo ni idea de qué ponerme. Quiero ir profesional, pero también cómoda, pero también… yo qué sé. Algo que diga “soy competente” y no “tengo ganas de salir corriendo”.
Saco un vestido negro que a Cristian le encantaba. Lo sostengo delante del cuerpo y, de repente, me veo a mí misma en otro espejo, en otra ciudad, con él mirándome como si fuese suficiente solo por llevar ese vestido.
El nudo en la garganta aparece sin avisar.
Me lo pruebo un segundo y me lo quito enseguida. Ya no se siente mío. Como si perteneciera a otra vida, a otra chica que ya no soy. Lo dejo cuidadosamente en la cama y vuelvo al armario.
Rebuscando entre perchas encuentro unos pantalones de pinzas beige monísimos que casi ni recordaba tener. Los combino con unos tacones discretos y una camisa blanca entallada. Me miro al espejo. Esta versión de mí me gusta más. Está… nueva.
Me dejo el pelo suelto, con las ondas que se me hacen cuando lo dejo secar al aire, y me maquillo lo justo: base ligera, máscara de pestañas y un toque de color en los labios.
Cuando salgo al portal, el estómago me da un vuelco. Camino hacia la calle de la editorial y, al girar la esquina, veo a Liam unos metros por delante, entrando en el edificio. Se le reconoce incluso de espaldas: la forma de andar, el abrigo oscuro, la mochila colgada de un hombro.
Instintivamente me detengo y me quedo medio escondida en una esquina, fingiendo que miro el móvil. Le observo entrar y desaparecer tras la puerta. No me apetece nada coincidir con él en el ascensor o en la entrada. Bastante tengo ya con controlarme por dentro.
Cuando por fin entro yo, la recepción está vacía. Subo y voy directa a mi despacho. En la mesa me espera una montaña de material que Neil ha dejado: diccionarios, manuales de estilo, una libreta, incluso una taza con el logo de la editorial. Sonrío.
Empiezo a ordenar todo con cuidado. Saco de mi mochila algunas cosas que he traído: un bolígrafo de colores, un pequeño portafotos aún vacío y mi tesoro: un Funko de Harry Potter con su bufanda de Gryffindor. Lo coloco en la esquina de la mesa, mirándome de frente.
—A ver si me traes suerte —murmuro.
Estoy colocando los lápices cuando escucho unos pasos en el pasillo y un golpe suave en la puerta. Me asomo y veo a Neil.