Cuando el corazón despierta

Capítulo 9 - Liam

Liam

Cuando suena la alarma, lo primero que me viene a la cabeza no es el trabajo. Es ella.

Aurora.

Cierro los ojos un segundo más, pero su imagen sigue ahí: el apretón de manos, esos ojos azules que parecen más sinceros de lo que deberían, la forma en la que intentó disimular que estaba nerviosa. Y el proyecto.

Sobre todo el proyecto.

Ese libro tiene que ser mío. Necesito ese encargo para que mi nombre pese algo más que una línea en el organigrama. Llevo años aquí, tragándome textos imposibles y horarios absurdos. Ella acaba de llegar. No pienso dejar que me pase por encima a la primera.

Me incorporo despacio y cojo el móvil de la mesilla. Tengo un mensaje de mi madre de anoche.

“¿Vendrás mañana a cenar, cariño? Georgina pregunta por ti.”

Suspiro. Me apoyo un momento en la cabecera y empiezo a escribir.

“Mamá, esta noche voy al club. No podré pasar por casa para cenar.”

Lo envío. Tardo tres segundos en arrepentirme un poco. Tarda menos en contestar.

“No pasa nada, cielo. Otro día. Cuídate mucho. Te queremos.”

Cierro los ojos un segundo. Echo de menos su voz, la risa escandalosa de Georgina, las cenas en el salón con la tele de fondo. Ellas son lo único estable que tengo, pero entre el trabajo y el club cada vez se hace más complicado ir a verlas. Y cuanto más tiempo pasa, más culpa se acumula.

Dejo el móvil, me levanto y me voy a la ducha. El agua caliente me espabila, pero no me calma. Sigo pensando en el maldito proyecto, en la reunión de ayer, en Neil mirándonos a los dos como si fuéramos dos caballos de carrera dispuestos a destrozarnos.

Cuando salgo, me visto casi en automático: vaqueros oscuros, camiseta negra, camisa por encima y botas. Cojo el abrigo, la mochila y salgo. La oficina está a un paseo corto de casa, justo detrás de Camden. Me gusta ir andando. El ruido de la calle me vacía un poco la cabeza.

Cuando entro en la editorial, la recepción está medio vacía. Saludo con un gesto a la chica del mostrador y subo las escaleras. En cuanto doblo el pasillo, la veo.

Aurora ya está allí.

La puerta de su despacho está entreabierta. Ella está dentro, de pie, ordenando algo en la estantería. Lleva el pelo suelto. La camisa blanca le queda bien, demasiado bien para alguien que acaba de aterrizar aquí.

Se gira un instante, nuestras miradas se cruzan en el pasillo y, sin decir nada, cada uno sigue su camino.

Bien. Mejor así.

Entro en mi despacho y dejo la mochila en la silla. Encima de la mesa hay un montón de documentos con un post-it amarillo, la letra inconfundible de Neil.

“Entrégale estos documentos a Aurora y explícale cómo trabajamos.”

Genial.

Suspiro y me paso una mano por la nuca. Me mentalizo. Me toca hacer de guía turístico de la empresa para la nueva. Justo lo que me apetecía hoy.

Agarro la pila de papeles y salgo al pasillo. Camino hasta su puerta y llamo con los nudillos.

—¿Sí?

Empujo despacio y asomo la cabeza.

Aurora está sentada ya en su escritorio. Tiene el ceño ligeramente fruncido mientras revisa una carpeta, pero lo que me llama la atención no es eso.

Es el Funko de Harry Potter en la esquina de la mesa.

El mismo que tengo yo en una estantería de casa. Uno de mis favoritos.

Genial. La nueva, además, friki.

—Buenos días —digo, apoyado en el marco de la puerta.

Ella levanta la vista. Por un segundo parece sorprendida, luego recoloca la expresión.

—Buenos días.

Entro y dejo los documentos sobre su mesa.

—Neil me ha pedido que te traiga esto y que te explique un poco cómo trabajamos —digo, con el tono más neutro que encuentro.

Ella asiente, seria.

—Vale, gracias.

Se hace un pequeño silencio incómodo. Me siento raro aquí dentro. Huele a colonia suave y a algo nuevo. Su nuevo ordenador, su nueva taza, su nuevo todo.

Señalo el montón de papeles.

—Aquí tienes el manual de estilo de la editorial, las pautas de formato y algunos ejemplos de proyectos anteriores. También está el esquema de cómo subimos las traducciones al servidor y cómo se envían al revisor externo.

Aurora escucha con atención, sin interrumpir. Coge un bolígrafo y anota algo en una libreta.

—Básicamente —continúo—, trabajamos siempre sobre el mismo documento compartido. Guardamos versiones con fecha y, cuando terminamos un bloque, lo marcamos en la hoja de control. Neil es maniático con eso.

—Bien, eso me gusta —dice ella—. Me gustan las cosas ordenadas.

No sé por qué, pero me la imagino ordenando también emociones en cajitas con etiquetas. “Esto me duele”, “esto lo dejo para luego”. Niego para mí mismo.

—En la carpeta azul tienes un ejemplo de traducción buena —añado—. En la verde, otra que casi nos cuesta un cliente.

Ella sonríe apenas.

—Entonces la azul es la que tengo que imitar.

—Y la verde, la que tienes que evitar —respondo.

Se hace otro silencio. Podría simplemente girarme y largarme, pero algo se me escapa antes de que pueda frenarlo.

—Qué ironía, ¿no? —comento, cruzándome de brazos—. Que tenga que explicarte yo el sistema con el que vamos a competir por el mismo proyecto.

La frase se queda flotando entre los dos, como si ocupase demasiado espacio en el despacho.

Aurora alza una ceja, pero no aparta la mirada.

—Supongo que eso significa que confías en que lo tienes ganado —dice, tranquila—. Eso o que te gusta complicarte la vida.

No esperaba que me contestara así. Noto que se me curvan un poco las comisuras de los labios, pero lo disimulo.

—Solo digo que yo ya estaba aquí antes —respondo, encogiéndome de hombros—. Tú acabas de llegar.

—Ya —dice ella—. Pero los textos no entienden de antigüedad. Entienden de quién los traduce mejor.

Touché.

Me aclaro la garganta, incómodo conmigo mismo.

—En fin. Si tienes dudas, pregúntale a Neil —añado, dando medio paso hacia la puerta—. O a mí, si no te queda más remedio.




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