La primera luz entraba por la rendija de la ventana y trazaba líneas claras sobre las paredes. A lo lejos, el mar se escuchaba como un murmullo constante. El aire de la mañana traía olor a sal, mezclado con la madera y el perfume suave de Isabela.
Adrián estaba acostado a su lado, con la camisa sin abotonar y el cabello revuelto. Sentía el corazón acelerado porque sabía que cada minuto lo acercaba al momento de partir.
Isabela, envuelta en una sábana, lo miraba con ternura y con miedo. Le apartó un mechón de la frente y dijo en voz baja:
—El amanecer siempre pasa rápido cuando estás conmigo.
Él le sonrió y le tomó la mano.
—Quizás es que el tiempo se encoge para hacernos sufrir.
—O para obligarnos a guardar cada instante. —Ella apoyó la frente en su hombro—. Hoy quisiera que el sol tardara más en salir.
—Yo también —respondió Adrián, acariciándole el brazo—. Si pudiera, me quedaría aquí y no zarparía nunca.
Una gaviota interrumpió el silencio, y un reloj lejano marcó el avance de los minutos.
—Otra vez tienes que irte… —murmuró ella.
—Es la vida de un marino —contestó él, con voz baja.
—No tendrás un amor en cada puerto, ¿verdad? —intentó bromear, aunque la congoja se le notaba.
—Solo tengo ojos para ti —dijo él, rozando sus labios—. ¿Me esperarás?
—Sabes que sí, aunque fueran años —respondió ella, con un suspiro.
El silencio volvió. Solo el oleaje recordaba que afuera el mundo seguía. Adrián la abrazó con fuerza, como si pudiera detener al tiempo.
—Prométeme —dijo ella casi en un susurro— que algún día no habrá despedidas.
—Lo juro. Volveré. Y será la última vez que el mar me lleve lejos de ti.
La luz terminó de llenar la habitación. A lo lejos, las campanas del puerto llamaban a los marineros. Adrián se incorporó, la besó en la frente y murmuró:
—Vístete, amor. Si nos apresuramos, aún podemos robarle unos minutos al amanecer antes de que el barco me reclame.
Isabela asintió y se aferró a su mano. La claridad invadía el cuarto, y el rumor del puerto llegaba cada vez más fuerte.
Salieron al aire fresco. El pueblo comenzaba a despertar entre sombras y campanas. Sus pasos resonaban sobre los adoquines húmedos mientras las gaviotas se multiplicaban en el cielo.
Al doblar la última calle, el mar apareció frente a ellos. El sol ya iluminaba la bahía.
En el muelle, los marineros tensaban cabos y revisaban velas. El olor a sal se mezclaba con alquitrán, madera húmeda y ron de las tabernas. Las velas, infladas por el viento, parecían listas para zarpar.
Isabela, con el cabello suelto, miraba a Adrián como si quisiera grabar cada detalle. Él, con la chaqueta de capitán sobre los hombros, le sostenía las manos con fuerza.
—Aún no te vas y ya te extraño…
—Ven acá —dijo él, abrazándola.
—¿Cómo viviré sin tus abrazos?
—El tiempo pasa rápido, mi amor.
—No para quien espera.
Se miraron, atrapados entre el deseo de detener el mundo y la certeza de la despedida.
—Quiero guardar tu calor hasta que vuelvas —dijo ella, cerrando los ojos.
Adrián la besó, lento, como quien intenta retener el momento.
—Seré una pirata —bromeó ella, tratando de disimular la angustia.
Adrián rió.
—Entonces ya me has robado todo: el corazón y la voluntad.
—No te vayas —pidió, con una lágrima rodándole por la mejilla.
—Volveré. Y cuando regrese, me quedaré a tu lado para siempre.
—Adrián… mi Adrián…
—¿Eh? —sonrió él.
—Lo repito para que la distancia se acorte.
—Entonces yo gritaré tu nombre y dejaré que el viento te lleve mis palabras.
Ella lo abrazó con toda la fuerza que le quedaba.
—No quiero que te vayas… esta angustia me quema.
—Volveré, te lo juro.
—¿Seguro?
—Dejo mi corazón contigo para que me lo devuelvas al regresar.
—¿Por qué nuestro amor es tan complicado?
—Tal vez porque el amor siempre lo es —respondió él, acariciándole el cabello.
El mar acompañaba el silencio, como una cuenta regresiva.
Mientras tanto, en la casa de Adrián, su madre caminaba inquieta por el salón.
—¿Dónde está ese muchacho? ¡El barco zarpará sin su capitán! Seguro está con esa muchacha del pueblo. Esa relación no me gusta.
—Querida, nosotros también somos del pueblo —dijo don Anselmo, observándola—. Son amigos desde niños, ¿qué daño hay en eso?
—Nosotros tenemos dinero; eso hace la diferencia —contestó ella con desdén.
—Ni modo —concluyó él—. Habrá que ir al muelle a despedirnos.
—Mis padres ya deben estar esperándome —dijo Adrián, acariciando la mejilla de Isabela.
—Lo sé… pero te quiero solo para mí. ¿Soy egoísta?
—Lo eres, y me gusta. Porque tú eres solo mía, ¿verdad?
—Bobo… —respondió ella, sonriendo entre lágrimas.
Un último beso, una caricia, y la inevitable despedida.
Isabela se quedó en la bahía mientras Adrián iba hacia su familia. Él sonrió a lo lejos, sabiendo que ella lo observaba desde la costa. El barco soltó un silbido áspero y comenzó a alejarse mar adentro, con las velas tensas contra el cielo.
—Vamos, Isabela, a tomar algo —le dijeron Florencia y Mateo, intentando confortarla.